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Llama la atención la seguridad con la que algunas personas afirman que es sencillo distinguir entre la esfera pública y la privada. Esto sucede, principalmente, porque identifican a lo público con lo estatal, es decir, que sólo es público aquello que forma parte de cualquier órgano que está vinculado directamente con el ejercicio del poder o de los recursos presupuestales. Sin embargo, esta ecuación es, por lo menos, dudosa, sino es que falsa. Hay una tendencia a lo híbrido. Las empresas productivas del Estado tienen consejeros independientes que pretenden regularse con normas del derecho privado; y, muchas empresas, observatorios ciudadanos y organizaciones de la sociedad civil financian sus actividades con recursos provenientes del presupuesto público ya sea por transferencias o contratos.
“No todo lo público es estatal y lo estatal no debiera ser privado” (Valls y Matute, Nuevo Derecho Administrativo, 4ª. ed., Porrúa, 2014, p. 221). Gabino Fraga, insigne administrativista mexicano, demuestra en la primera edición de su libro de 1934 que la distinción entre lo público y lo privado es objetivamente insostenible. Nadie puede afirmar con precisión donde empieza y termina cada una de estas esferas. Entonces, las leyes de anticorrupción deben ser dirigidas a las dos esferas o serían incompletas, más aún en un Estado que ha impulsado procesos de “privatización” como una forma de aumentar su eficiencia y legitimidad con base en resultados.
Es lógico que todo lo estatal sea público. De ahí que sea razonable que los servidores públicos estén sujetos a un régimen especial que regule su conducta, llamado régimen de responsabilidades administrativas y estén obligados a la presentación de las declaraciones patrimonial (1982) y de intereses (2015). Sin embargo, en la medida que en los últimos 30 años hay gestores privados de lo estatal (concesionarios, particulares que actúan como autoridad, personas físicas y morales que manejan recursos públicos, asociaciones público privadas y empresas cuyo ingreso mayoritariamente o exclusivamente proviene de contrataciones públicas) hay una ampliación de lo público, lo híbrido si se quiere, en la que una sociedad mercantil opera un servicio público o explota una obra pública y debe sujetarse a reglas de rendición de cuentas, transparencia y código de conducta similares a las que corresponden a los servidores públicos.
Lo estatal no debiera ser privado (opaco u oculto). Este principio aplica por igual a los gestores de lo público, sin importar si son servidores públicos, empresarios, miembros de una organización de la sociedad civil o de un observatorio ciudadano, activistas o altruistas. La simplificación de que sólo lo estatal es público y que quienes manejan recursos públicos en el sector privado son puramente privados es inaceptable. Ese es el principio que imperó en la legislación de transparencia y cuando se traslada a la de responsabilidades genera una oposición solamente comprensible bajo el argumento siguiente: los empresarios tienen como fin enriquecerse, aunque esto se logre con el uso indebido de recursos públicos, y los servidores públicos a ser leales a su vocación.
En este sentido, la separación absoluta entre lo público y lo privado disfraza una doble moral. No reconocer que el acceso al manejo de recursos públicos implica un compromiso social y que en la contratación pública sólo es legítima la utilidad razonable. Es pretender medir con vara distinta a personas que se encuentran en situaciones similares, aunque no iguales.
En estas condiciones, quienes exigen, proponen o sugieren el veto presidencial al artículo 32 de la Ley General de Responsabilidades Administrativas, recientemente aprobada, para evitar que los particulares gestores de lo público presenten declaraciones patrimonial o de intereses, ¿a quienes están defendiendo? ¿A los grandes contratistas y organismos ciudadanos cuyo ingreso principal proviene de los presupuestos federal, estatal o municipal? O, ¿a los becarios o beneficiarios de programas sociales? Es pregunta.
Entonces, si el interés es evitar que lo estatal se convierta en privado y que no se afecte a personas que sólo reciben recursos presupuestales, pero no los manejan como sucede con los becarios, tal vez procedería una reforma que precise la redacción, pero no eliminar la obligación de presentar las declaraciones a los particulares que gestionan lo público, ya que habría un retroceso. Sería equivalente a suprimir las obligaciones de transparencia para las personas físicas o morales que manejan recursos públicos o borrar la figura del particular que actúa como autoridad en el juicio de amparo.
Cabe reconocer que el modelo actual es una confusión, una mezcla entre lo público y privado, en el que lo híbrido impera; señalar que el veto presidencial sólo aplazaría la edificación del sistema de anticorrupción, y reducir la corrección a la ley 3 de 3 a precisar que los sujetos, sean servidores públicos o particulares, que sólo reciben por salario, honorarios, transferencia o apoyo recursos públicos, pero que no los manejan, ni deciden sobre el uso de los mismos, ni tienen autoridad, se deben excluir de la obligación de presentar declaraciones patrimonial y de intereses.
Profesor de Posgrado de la Universidad Anáhuac del Norte
cmatutegonzalez@yahoo.com.mx