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El adjetivo histórico ha perdido fuerza. Cuando alguien quiere destacar algún hecho lo califica de histórico a la menor provocación. Esto sucede con singular frecuencia entre los comentaristas deportivos, quienes con gran ligereza imponen ese mote a cualquier jugada vistosa o resultado inesperado. Lo intrascendente, pero pirotécnico o mediático es llamado histórico.
En la reforma política del expirante Distrito Federal ocurre exactamente lo contrario. El nacimiento del estado 32 ha requerido de mucha difusión y estrategias de comunicación social para atraer la atención de los habitantes del Valle de Anáhuac. El 58% de las personas en una encuesta telefónica levantada por el Centro de Estudios de Opinión Pública de la Cámara de Diputados en mayo del 2015 considera –convendría realizar más encuestas sobre el tema- que la modificación constitucional es poco o nada necesaria, o la desconocen. De lo anterior, en las columnas ha crecido la idea que no existe un impacto en la vida cotidiana de la Ciudad, que la reforma es una forma en que los “políticos” se reparten el hueso mediante la creación de más cargos burocráticos en su beneficio.
Más allá de la opinión pública y la opinión publicada, según el premio nobel de economía 2015, Angus Deaton, los avances en materia de derechos políticos relacionados con la igualdad y la participación ciudadana, en el mediano plazo, se transforman en un mayor bienestar colectivo. Esto explica, por ejemplo, que la concesión del voto universal y secreto en los inicios del siglo XX se tradujera en mejoras en la calidad de vida de las personas más débiles en una sociedad.
En ese mismo sentido, la reforma constitucional que convierte al Distrito Federal en el Estado de la Ciudad de México, que el Presidente de la República promulgará solemnemente el viernes 29 de enero, si bien no es una varita mágica que acabará súbitamente con los múltiples problemas de movilidad, seguridad pública, agua potable, drenaje, disposición de desechos sólidos, entre otros, si es una oportunidad inmejorable para sentar las bases para la eliminación de privilegios de grupos y personas que afectan el desarrollo social e individual.
El acto político-jurídico que reunirá a numerosas personalidades será un “hecho histórico más”, si el constituyente de la Ciudad de México elude modificar profundamente las relaciones del gobierno central con las alcaldías o crear instituciones que permitan mejorar la gestión pública. La fiscalía autónoma y los concejos en las alcaldías son avances indudables, pero no son suficientes. ¿Cuáles serán las facultades que se otorgarán a las autoridades para que puedan combatir con eficiencias las mafias vinculadas con el comercio ambulante, los giros negros y la delincuencia organizada? ¿Cuáles serán las limitaciones que se impondrán al endeudamiento público y a los subsidios generalizados? ¿Qué tipo de coordinación con los demás gobiernos que integran la gran zona metropolitana se exigirá? ¿Cómo se fortalecerán los sistemas locales de transparencia y combate a la corrupción? ¿Se establecerá un servicio profesional de carrera civil en las alcaldías? o ¿se fortalecerá el régimen de responsabilidades?
Lo esperable es que, en el discurso de la ceremonia, el Presidente invite a aprovechar esta oportunidad y convertir a la reforma en un verdadero cambio histórico, que represente un parteaguas de la vida de los capitalinos. Será una referencia inconfundible de un antes y un después en la medida que se generen las condiciones para una mayor integración de los grupos marginados del desarrollo y que sirva para que generar un sentimiento compartido que la ciudad es de todos y que vale la pena trabajar, esforzarse para que cada día sea más bella, menos contaminada, más justa, menos desordenada, más vivible, menos asfixiante, más rica, menos desigual y más visitada, menos insegura. Más nuestra y entrañable. Más orgullosa se seguir siendo la capital de México.
Profesor de asignatura de El Colegio de México
cmatutegonzalez@yahoo.com.mx