Las Vegas, Nevada. La Comisión para los Debates Presidenciales de EU reunió en esta ciudad, en los días previos al tercer encuentro entre Hillary Clinton y Donald Trump, a representantes de 35 países para analizar en un seminario las mejores prácticas en materia de organización de debates. Según datos de Debates International, 85 países en el mundo han adoptado los debates televisados entre candidatos durante las campañas. Esto representa algo así como 70% de las naciones democráticas.

Los debates televisados entre candidatos empezaron hace relativamente poco tiempo. EU celebró el primero en 1960, cuando John F. Kennedy y Richard Nixon confrontaron sus posiciones delante de las cámaras. Pero la práctica tomó algún tiempo en arraigarse, incluso en el país que fue el primero en hacer de la televisión el principal medio de comunicación en las campañas electorales. Para celebrar el siguiente debate televisado entre candidatos presidenciales hubo que esperar 16 años, cuatro ciclos electorales. Pero la práctica se arraigó a partir de entonces, cuando la Liga de Mujeres Votantes asumió su organización. La Comisión para los Debates Presidenciales se creó hasta 1987 para institucionalizar estos eventos a partir de reglas preestablecidas, con independencia de los participantes.

Las experiencias de los otros países, entre los que se incluye México desde 1994, es muy variada. Sin embargo, hay una serie de problemas de la organización de debates televisados entre candidatos que todos tienen en común.

En todas partes, son eventos que despiertan un enorme interés en la opinión pública y resultan sumamente atractivos para los votantes. A pesar que las encuestas muestran que sólo un porcentaje pequeño de la audiencia modifica su intención de voto o decide por quién votar, en contiendas cerradas esto puede ser suficiente para definir el resultado. Pero para los candidatos y partidos políticos los debates conllevan una serie de riesgos y oportunidades.

Por ello, un problema común para los organizadores de debates televisados es convencer a los candidatos relevantes de participar. En un número significativo de países, los organizadores han tenido que lidiar con la negativa de los candidatos que llevan la delantera en las encuestas a enfrentar a sus contrincantes en el debate. Ellos sienten que son quienes tienen más que perder. A menudo buscan primero eludir el debate y, en el último de los casos, aceptarlos bajo sus reglas y condiciones.

Pero la experiencia internacional demuestra que, especialmente para los punteros, negarse a participar suele conllevar más riesgos que el debate mismo. En los últimos 10 años hay al menos nueve casos documentados de candidatos que tras negarse a debatir en televisión perdieron primero la ventaja en la encuestas y luego la elección. Al caso de México en 2006 se han sumado recientemente Trinidad & Tobago (2010), Costa Rica (2014), Malawi (2014), Guyana (2015), Guatemala (2015), Trinidad & Tobago (2015), Argentina (2015) y Jamaica (2016).

Se trata de una tendencia, no de una regla. Desde luego, hay casos en los que los punteros se han salido con la suya tras negarse a debatir. Pero los cambios en las expectativas de los votantes están volviendo esta estrategia sumamente riesgosa. Ellos esperan que sus candidatos los representen en el debate o desean ver que alguien articule sus puntos de vista delante de las cámáras. Con ello, participar se vuelve cada vez menos opcional. La fuerza que lleva a los candidatos a debatir es la presión de la opinión pública. Y esta fuerza es causa de optimismo entre los organizadores. En ella se apoyan en todo el mundo para implantar esta práctica democrática moderna y ponerla al servicio de quien tiene la última palabra en una contienda electoral: la ciudadanía.

Consejero electoral del INE

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