Para Andrés Besserer,
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a lo largo de estos años.

El presidente de Estados Unidos, Barack Obama, se ha involucrado activamente en la campaña presidencial de su partido político. El 27 de julio pasado pronunció un discurso a favor de Hillary Clinton durante la convención nacional del Partido Demócrata. Días después, en una entrevista con difusión nacional, Obama reforzó su mensaje. Dijo que Donald Trump, el candidato del Partido Republicano, “no está calificado para el cargo de presidente”.

En la convención nacional del Partido Demócrata, reunida para oficializar la candidatura de Hillary Clinton, intervino también la primera dama de EU, Michelle Obama, con palabras muy elocuentes que recibieron el elogio de los comentaristas políticos. Otros “servidores públicos” dieron sendos discursos en el evento que oficializó la candidatura presidencial de Hillary Clinton: el vicepresidente Joe Biden, los gobernadores de los estados de Connecticut, Virginia, New York, Colorado y Pennsylvania, así como un número grande de representantes y senadores.

La convención demócrata ha sido un rotundo éxito. Combinada con la torpe y desafortunada reacción de Donald Trump y su equipo de campaña, le ha dado a Hillary Clinton una ventaja promedio de 7.7 % en la encuestas. En estados decisivos como Pennsylvania, Iowa y Ohio, Clinton ha tenido un fuerte reposicionamiento tanto en intención del voto como en opiniones favorables. A tres meses de la elección, su campaña difícilmente podría ir mejor.

Pero a cualquiera que siga las campañas electorales de EU desde México, llama la atención un aspecto: la normalidad con la que el propio presidente de la República y otros servidores públicos en funciones se involucran en las campañas electorales. El presidente Obama corrió el riesgo de parecer poco presidencial o quizás excesivamente partidista. Sin embargo, nadie diría que con su apoyo abierto a Hillary Clinton o con sus críticas al candidato republicano ha infringido algún principio democrático fundamental.

En México, sin embargo, la participación del presidente Obama en la convención nacional de su partido, así como la de los otros servidores públicos y sus ulteriores declaraciones habrían sido ilegales. Y no porque la Constitución y las leyes mexicanas les prohiban expresamente manifestar sus opiniones políticas, sino por la doctrina de imparcialidad de los servidores públicos desarrollada por el Tribunal Electoral.

La Constitución mexicana, en su artículo 134, instruye el uso imparcial de los recursos públicos. Sin embargo, este precepto constitucional se ha interpretado de forma expansiva para limitar los derechos políticos de los servidores públicos en aras de proteger la equidad de la contienda. De hecho, durante la campaña presidencial mexicana de 2006, las declaraciones del entonces presidente Vicente Fox que llamaban a “no cambiar de caballo a mitad del río” fueron materia de reproche por parte del Tribunal Electoral, que al calificar la constitucionalidad de aquella elección dijo que representaron “un riesgo para la validez de los comicios”.

Hoy en día, la doctrina de la imparcialidad del Tribunal Electoral obliga a los servidores públicos a una participación pasiva en actos proselitistas (no pueden expresarse abiertamente a favor o en contra de un candidato) y únicamente en días inhábiles. Esta doctrina refleja la larga historia de México con el sistema de partido hegemónico. Sin embargo, conforme la democracia mexicana se normaliza, esta doctrina debe revisarse. No sólo limita la discusión abierta y desinhibida de los asuntos de interés público, protegida por el derecho a la libertad de expresión, sino que es contraria a una nueva posibilidad establecida en la Constitución: legisladores y presidentes municipales haciendo campaña por su reelección.

Consejero electoral del INE

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