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El sistema de partidos de México ha sufrido una lenta transformación a lo largo de las dos últimas décadas. Durante el periodo de elecciones competitivas el voto ha dejado paulatinamente de concentrarse en las tres principales fuerzas políticas. En las intermedias de 1997, PRI, PAN y PRD acapararon el 89% de la votación. Dieciocho años después, la concentración del sufragio en estos partidos se redujo a 61%. La dispersión del voto entre fuerzas políticas emergentes pasó del 11 al 39%.
El fraccionamiento del sistema de partidos ha tenido un impacto sobre las elecciones presidenciales. A pesar de que en las tres últimas se han formado coaliciones para apoyar al mismo candidato, el porcentaje de votos de los ganadores ha venido disminuyendo. Vicente Fox fue el último que obtuvo una votación por arriba de 40%. Felipe Calderón ganó en 2006 con 36% de los votos y Enrique Peña con 38% seis años después.
La tendencia hacia la dispersión del voto parece acentuarse de cara a las elecciones presidenciales de 2018. Por un lado, hay nuevas fuerzas políticas como Morena que seguramente tendrán un impacto significativo en la contienda por Los Pinos. Por otro, tenemos partidos políticos emergentes como Movimiento Ciudadano que, tras el crecimiento experimentado en 2015, podrían construir su propia candidatura presidencial. Finalmente, habrá la posibilidad de que por primera vez se presenten candidatos independientes.
A la luz de estos factores, el escenario de un ganador de la contienda presidencial con menos del 30% de la votación parece cada vez menos lejano. Tal grado de dispersión del voto en las elecciones presidenciales plantea diversos problemas para la joven democracia mexicana. Uno sobre el que se ha escrito mucho tiene que ver con las dificultades del Presidente para conseguir la aprobación de su programa legislativo en un Congreso donde no tiene mayoría. En mi opinión, la amenaza de la parálisis se ha exagerado. El periodo de gobierno dividido que inició en 1997 ha sido muy político en materia legislativa y el equilibrio de poderes resultante tiene más ventajas que desventajas.
Sin embargo, la dispersión del voto en la contienda presidencial abre una posibilidad preocupante: la elección de un candidato con una plataforma atractiva para una minoría radical, pero que la gran mayoría de los votantes rechaza. En general, el sistema de pluralidad o mayoría relativa con el que se elige al presidente en México promueve que los candidatos adopten posturas centristas dirigidas al votante mediano. La pelea por los votos es en el centro del espectro ideológico.
Pero cuando el sistema de pluralidad se combina con un fraccionamiento excesivo del voto, una campaña dirigida a un nicho del electorado ubicado en un extremo del espectro ideológico puede ser exitosa. Esta es una de las razones por las que la mayoría de las democracias multipartidistas de América Latina han abandonado el sistema de pluralidad y optado por una variante de la segunda vuelta o balotaje. La segunda vuelta impide el triunfo de “candidaturas de nicho” y obliga a construir coaliciones de votantes más amplias que idealmente incluyan al votante mediano.
México es una de las pocas democracias presidenciales y multipartidistas que mantienen el sistema de pluralidad. Sin embargo, las tendencias electorales recientes obligan a revisarlo. Un sistema que genera grandes mayorías perdedoras —aquellos que votan por un candidato distinto al ganador— y que permite la elección de candidatos con plataformas radicales difícilmente contribuye a la gobernabilidad y al fortalecimiento de las instituciones democráticas.
Consejero electoral del INE