Enrique Peña Nieto llega a la segunda mitad de su gobierno con los niveles más bajos de aprobación que haya conocido un Presidente de la República en este punto de su gestión desde que este tipo de mediciones se empezaron a hacer de forma regular. Los acontecimientos de los últimos doce meses han afectado su popularidad y la de su administración. El annus horriblis, como lo han denominado algunos comentaristas, arrancó con la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa.

La tragedia de Iguala cambió la percepción en materia de seguridad. Hizo que la opinión pública pasara de una sensación de avance a otra de estancamiento y retroceso. Le siguieron los escándalos sobre presunto conflicto de interés relacionados con la compra de casas a proveedores del gobierno. Remató el bajo desempeño de la economía que, aunado a la reciente devaluación del peso, terminó por derrumbar las expectativas de prosperidad y bienestar con que arrancó el sexenio.

Todo ello alentó la percepción de una Presidencia debilitada, que necesitaba reposicionarse ante la opinión pública con un golpe de timón. Así, para cierto sector, el Tercer Informe de Gobierno se presentaba como una oportunidad ideal para anunciar virajes en las políticas de la actual administración. Sin embargo, esta percepción es incompleta y en lo fundamental equivocada.

Peña Nieto arranca la segunda mitad de su gobierno con una fortaleza que ningún presidente había conocido desde la administración de Carlos Salinas de Gortari. Ciertamente, el actual presidente ha enfrentado un problema endémico de niveles relativamente bajos de popularidad y aprobación desde el inicio de su gobierno. Pero ninguno de los tres anteriores presidentes de la República había tenido un resultado tan bueno en una elección intermedia como Enrique Peña Nieto. Y al final del día lo que cuenta no son las percepciones expresadas en las encuestas, sino los votos traducidos en curules en la Cámara de Diputados.

La coalición de partidos que llevó a Peña Nieto a la Presidencia, el PRI y el PVEM, obtuvo en su conjunto 250 de las 500 curules de la Cámara de Diputados en las elecciones del 7 de junio. Este resultado pone al grupo legislativo del presidente a un voto de los necesarios para aprobar el presupuesto y en una posición negociadora muy fuerte para conseguir aprobar cambios legislativos.

En contraste, Vicente Fox y Felipe Calderón quedaron a merced de la oposición en la Cámara de Diputados, dominada por el PRI, tras los resultados obtenidos en las elecciones intermedias de 2003 y 2009. El PAN ganó menos de las 166 curules que se requieren para sostener el veto presidencial en las negociaciones del presupuesto. De no haber sido por el grupo del PAN en el Senado, la influencia de Fox y Calderón en el proceso legislativo habría quedado completamente nulificada.

Ernesto Zedillo tuvo un respaldo mayor en la Cámara de Diputados durante la segunda parte de su gobierno. El descalabro electoral de 1997 dejó al PRI por primera vez sin mayoría en la Cámara baja, pero con suficientes votos para sostener el veto presidencial al presupuesto. Sin embargo, Zedillo y el PRI negociaron con una coalición de partidos de oposición que mostró capacidad de coordinarse y mantenerse unidos. Esta puede ser una de las diferencias más significativas de la oposición de entonces y la que tendremos en la legislatura que acaba de empezar. Y una oposición dividida puede darle los votos al presidente Peña Nieto para completar el trabajo legislativo iniciado durante la primera mitad de su gobierno. Por ello a nadie debe sorprender que el principal mensaje del Tercer Informe de Gobierno haya sido continuidad y estabilidad en el rumbo, desde luego con los ajustes que las circunstancias demandan.

Consejero electoral del INE

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