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¿Alguien está llevando la cuenta? Ciertamente yo, entre muchos millones más. Acabamos de pasar la marca de seis meses en la bisoña administración de Donald Trump. Vamos en el día 187 de su gestión o, dicho de otro modo, faltan mil 285 más hasta la próxima ceremonia de toma de posesión presidencial. Tras un semestre en el poder y una agenda en convulsión permanente, el empresario neoyorquino continúa siendo un presidente anormal, apoyado por un núcleo duro de votantes, pero asediado y rechazado por el resto. En este período, ha mantenido además el hábito de campaña de formular declaraciones falsas o equivocadas; vamos en 836 desde el arranque de su mandato, un promedio de 4.6 afirmaciones falsas por día. Como presidente, Trump ha acumulado un récord de 152 “Pinochos”, la fórmula con la cual el Washington Post analiza si lo que dicen los políticos estadounidenses está o no fundamentado. Sus tuits revelan a un mandatario compulsivo, abusivo y fácilmente provocado. Trump describe todo esto como un estilo “presidencial moderno”. Pero lo que estamos atestiguando no es una nueva era en las comunicaciones presidenciales; es su colapso. Y Trump, el anti-sistema que supuestamente venía a Washington a “drenar el pantano” sin siquiera despeinarse, sólo lo ha exacerbado con el fango diario de conflictos de interés en su entorno. Su reciente, extensa e incoherente entrevista con el New York Times ofrece quizá la prueba más patente de su convicción de que está por encima de la ley, así como una carencia de toda noción acerca de las obligaciones básicas que su investidura conlleva. Cuando este presidente toma decisiones, no lo hace constreñido por consideraciones constitucionales o éticas; le importa un bledo la separación de poderes. Sigue viéndose a sí mismo como un CEO, tratando de procurar toda ventaja posible como si se tratase de una transacción, y lo que le interesa es el mitote sin importarle lo que implica para la figura presidencial.
Trump no parece darse cuenta de una de las lecciones más duras de la política: que es posible ganar una elección y aún así perder. Pero eso es lo que le está ocurriendo a él y a su gobierno en toda una serie de frentes, ya no digamos el de la opinión pública, que tanto lo obsesiona. Ni siquiera en la iniciativa más emblemática y anhelada de la derecha conservadora, liquidar la reforma en materia de salud de su predecesor (el llamado Obamacare), Trump ha logrado tener éxito y unir al GOP detrás de él. Y es que a diferencia de todos los presidentes republicanos previos, Trump no ha escuchado el “¡Ave, César!” por parte del GOP. El oprobio generalizado en la opinión pública —que a su vez alimenta las cálculos electorales de muchos legisladores republicanos— se cristaliza en toda una serie de encuestas recientes, con abrumadoras mayorías en los niveles de desaprobación que promedian el 59 por ciento del electorado registrado.
Bien podríamos recurrir, en este verano “de nuestro descontento”, a mentar madres por los errores de estrategia electoral de Hillary Clinton, el hackeo de su campaña o la actuación imperdonable y errada del ex director del FBI James Comey a unos días de los comicios. O también podríamos asumir que todo lo que ocurre en y en torno a la Casa Blanca es ruido blanco. Pero el problema es que en estos seis meses, Trump ha arrasado con presupuestos, estructuras y programas del gobierno federal, y son rupturas de política pública que se dejarán sentir por años. Hoy, lo “normal” ya no existe en Washington como resultado de este primer semestre. No es normal que un hijo del presidente reconozca que se reunió con abogados rusos ofreciendo entregar información para torpedear la candidatura de una rival. No es normal que el presidente busque encubrir lo ocurrido en esa reunión. No es normal que el presidente convoque a una reunión de gabinete para que lo adulen. No es normal que el presidente mine constantemente a los integrantes de su gabinete. No es normal que el presidente se desquicie por la cobertura noticiosa, reaccione de botepronto sin siquiera tomarse la molestia de verificar la información y embista públicamente a medios de comunicación y periodistas en un esfuerzo por desacreditarlos con ataques ad hominem. No es normal que el presidente ofenda y hostigue a aliados y socios clave de Estados Unidos alrededor del mundo. No es normal que el presidente actúe más como luchador en un ring de lucha libre que como el líder del país más poderoso del mundo. No es normal que la incompetencia del presidente se premie con lealtad ciega. Y así podríamos seguirnos con la lista de anormalidades de esta primera mitad de 2017. Pero al final del día, Trump es el nombre de una causa, no sólo el de una persona. La única manera de combatir esa anormalidad es con otra causa. Hay que encontrar el guión y la tonada de esa causa, y rápido. Nos quedan tres años y medio.
Consultor internacional