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En Venezuela se ha venido gestando uno de los mayores retos a la democracia en el continente. Lo que ocurre ahí no es, como sugieren algunos, una batalla ideológica de derechas contra izquierdas; tampoco es lucha entre pasado y futuro. Es, al final del día, un reto seminal a los principios democráticos en la región, consagrados en la carta de la ONU y por la OEA y otros foros subregionales a los que pertenece Venezuela. Lo que hoy está en juego son principios que ha costado cimentar en nuestra región, así como las libertades civiles y los sistemas de control y contrapeso al poder y a quien lo detenta, ya sea a través de una división efectiva de poderes o la capacidad de prensa y sociedad civil de garantizar la rendición de cuentas. Con la eliminación de esos contrapesos, Venezuela encarna, como ninguna otra nación en América, las premisas de una democracia iliberal, si es que a estas alturas podemos aún clasificarla siquiera como democracia.
Por ello, es muy revelador pulsar —en el marco tanto de la recién concluida y malograda Asamblea General de la OEA en Cancún como del tuit, posteriormente borrado, de la embajada venezolana en México agradeciendo el apoyo de Morena— la reacción, en medios y redes sociales, de quienes reprochan que nos pronunciemos con respecto a la tragedia que se vive en Venezuela. Una primera vertiente de esas críticas se nutre del cliché de que censurar o cuestionar lo que ocurre en Venezuela es ser candil de la calle y oscuridad de la casa, o también del reclamo de que antes de hablar de algo que ocurre en el exterior, uno lo debe hacer con respecto a México; que vemos la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio, pues. Como si criticar lo externo implicase que a uno le pasan de noche —o busca maquillar— los muchos retos y rezagos que enfrenta México. O que afirmar que lo que sucede en el mundo sí compete a México sugiriese que uno no está comprometido con lo que se juega nuestro país. Criticar la violación de derechos humanos y el colapso de la democracia en Venezuela es válido en sí mismo, de la misma manera en que criticamos lo que hoy ocurre con la democracia en los Estados Unidos de Donald Trump o como cuando lo hicimos, por ejemplo, con el Chile pinochetista. Y ello no quiere decir que dejamos de abordar los problemas de corrupción, impunidad, falta de Estado de derecho, asesinatos de periodistas, pobreza extrema o violaciones de derechos humanos en México. Sólo mirarse el ombligo, por mugroso que pudiese estar, no es una opción para un país como México en el actual sistema internacional.
La segunda crítica parte del equívoco de que al posicionarse con respecto a lo que ocurre al interior de otro país, se están quebrantando principios de política exterior (argumentando equivocadamente una supuesta violación a la Doctrina Estrada por la dizque interferencia en asuntos internos de otras naciones, cuando aquella en realidad sólo atañe al reconocimiento —o no— de gobiernos). De entrada, todas estas invectivas demuestran que la mayoría de quienes rechazan con vehemencia la importancia de que México se pronuncie parecen tener conectado el principio de no intervención a las luces intermitentes: “Ahora sí, ahora no. Ahora sí; ahora no...”. No he visto la misma andanada de cuestionamientos cuando en esta página o en mi cuenta de Twitter censuro a Trump; tampoco la veo cuando funcionarios venezolanos responden con barruntos dispépticos y trasnochados a las posturas que finalmente comienza a adoptar México cara a la crisis democrática y humanitaria que es hoy Venezuela o se posicionan sobre temas electorales mexicanos.
El socorrido, sacrosanto y trasnochado discurso de no pronunciarse sobre los asuntos internos de otros Estados es un fardo ideológico a lo largo y ancho del continente americano, a contracorriente de quienes postulamos que en la construcción de un sistema internacional de reglas de siglo XXI, los llamados a la no intervención y respeto de la soberanía nacional no deben erigirse como parapetos ante casos flagrantes de violaciones a derechos humanos fundamentales. ¿Qué le habría pasado a los actuales líderes políticos de la región si desde algunas naciones latinoamericanas no se hubiese levantado en su momento la voz ante dictaduras militares que asolaron al continente en los setenta y ochenta? La erosión democrática venezolana pone a prueba el papel global y regional que pretenden jugar algunos países latinoamericanos. Este siglo exige nuevos paradigmas, entre ellos que los Estados con intereses comunes estén dispuestos a voluntariamente ceder o compartir espacios de soberanía en favor del bien común o de los bienes comunes globales y de sociedades abiertas, plurales y tolerantes. Y hacerlo no implica dejar de luchar por un México más democrático, justo, seguro y próspero; se puede —y debe— caminar, chiflar y mascar chicle a la vez.
Consultor internacional