En la historia, el término de los llamados “100 días” se refiere al epílogo de la saga napoleónica entre el retorno del depuesto emperador francés de la isla de Elba y su derrota final en Waterloo. Pero la costumbre de evaluar administraciones en Estados Unidos a 100 días de su inicio nació con Franklin D. Roosevelt y su llegada al poder, en medio de una profunda crisis, en 1933. Lo que siguió fue la instrumentación vertiginosa y sin igual de 15 leyes que cambiaron para siempre el alcance del gobierno federal y su estructura, y que en las postrimerías de la gran recesión de 1929, dieron empleo a millones de estadounidenses. Para todo nuevo inquilino de la Casa Blanca, los primeros meses son como un seminario de posgrado zambutido en cada media hora de gestión. Los presidentes aprenden rápido que si bien las campañas tienden a articularse en poesía, hay que gobernar en prosa, y que lo que sonaba bien o hacía sentido en campaña generalmente no pasa la prueba del ácido una vez sentados detrás del escritorio en la Oficina Oval. La educación de un presidente puede ser rocosa, incluso para ex gobernadores o ex senadores; para Donald Trump, el primer mandatario estadounidense en no haber servido antes en el gobierno, las fuerzas armadas o un cargo de elección popular, la curva de aprendizaje ha sido particularmente brutal. Es más, él mismo reconoció en una entrevista que la tarea de ser presidente le había resultado más difícil de lo previsto. En EU, a eso se respondería con un lacónico “no shit, Sherlock”, mientras que en México el dicho popular le habría espetado que no es lo mismo ser borracho que cantinero.

La narrativa prevaleciente estos días en Washington es —en un intento desafortunado por normalizar a Trump— la de un presidente aprendiz, adecuándose u obligado a ajustarse a las tareas complejas de gobernar e instrumentar políticas públicas. Pero medir a Trump con el baremo tradicional de los 100 días pareciera sugerir que es un presidente normal cuando no lo es y no puede —ni debe— ser analizado con base en los mismos parámetros de quienes lo han precedido. De entrada, no hay que perder de vista que en ocho años, pasamos del primer presidente afroamericano de EU al primer presidente avalado por el Ku Klux Klan. Y sería más atinado concebir sus primeros 100 días de gestión como una continuación de su campaña: caos, disrupción, demagogia, mendacidad, contradicción, falta de transparencia y una embestida al orden internacional liberal. Su marca indeleble ha sido —al igual que su campaña— un asalto sin cuartel a las normas y pilares de la vida política y democrática de EU, así como ataques bananeros contra jueces, periodistas, activistas y opositores, todo ello marcado por el incesante tuiteo punteado por OMG, WTF, y LOL (para lectores que se pudiesen perder con estos acrónimos, una consulta con cualquier adolescente habituado a redes sociales los sacará de dudas). Trump ha dominado casi todo ciclo noticioso, generando cintillos espectaculares pero —más allá de revertir decisiones de su antecesor— poquísimos resultados tangibles, creyendo que movimiento equivale a acción. La filtración de información de distintos grupos en el entorno del mandatario solamente ha abonado al caos y a la descoordinación y, en el proceso, ha prendido fuego a la integridad de la figura presidencial que mantuvo tan en alto Obama durante sus ocho años en la Casa Blanca.

Sin duda, Trump ha enfrentado mucha mayor resistencia institucional y política de la que se topó durante la campaña y transición. Tanto en lo interno como externo, ha chocado con una realidad ineludible: para gobernar, tendrá que aprender a funcionar en un entorno al cual se dedicó a denigrar en lo que va de su corta carrera política. Y su popularidad, la más baja de cualquier presidente estadounidense en tiempos modernos, muestra que la mayoría de quienes votaron por él lo tomaron en serio, pero no literalmente. Sin embargo, estoy convencido que detrás de la locura de estos meses hay un método. Trump y su círculo duro están probando a las instituciones, viendo dónde tienen o no capacidad de respuesta, y cuánto pueden correr la ventana de lo políticamente aceptable. Al final del día, ganar es la verdadera ideología de Trump, y su populismo no es sobre las ideas en sí mismas sino sobre lo que él piensa que ésas proyectan: fuerza y dureza. Sigue siendo en el fondo un demagogo y un hombre rencoroso; a diferencia de El Padrino de Mario Puzo, para Trump todo es personal.

Cien días son insuficientes para medir una presidencia, pero sí nos ayudan a dar con pistas de lo que podría ser el resto de la administración Trump. La resistencia no será fácil y quizá no haya un Waterloo para Trump a la vuelta de la esquina, pero sí que hay esperanzas en la movilización social y los esfuerzos de algunos legisladores, gobernadores y alcaldes por confrontarlo.

Consultor internacional

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