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Los comicios de hace una semana en Países Bajos encerraban la primera prueba de 2017 para Europa ante la demagogia que alimentó en 2016 el voto a favor del Brexit y la elección de Donald Trump en Estados Unidos. La victoria del actual primer ministro Mark Rutte pareciera, a simple vista, haber detenido la marejada populista que recorre Europa. Es la primera de tres elecciones cruciales en Europa este año (Francia y Alemania las otras) en las que el proyecto de Estado liberal, tolerante, incluyente, pluriétnico se juega todo. Sin duda, el triunfo de Rutte dará aliento a quienes en Francia, en Europa y el resto del mundo apostaremos a la derrota de Marine Le Pen en la elección presidencial gala.
Pero aún suponiendo que este patrón se repita en mayo en Francia y en septiembre en Alemania y ahí ganen —como es posible y ya ocurrió en Países Bajos— partidos tradicionales de centroderecha, la receta más previsible es que el centro aguantará sólo porque ha concedido espacios a la ultraderecha nacionalista. El triunfo de Rutte conlleva un precio elevado, y las tensiones sociales y culturales que han dado sustento a —y que alimenta— Geert Wilders no se han desvanecido como resultado de su derrota. El partido de Rutte y el partido laborista que lo apoyó lograron neutralizar la tracción del discurso anti-islámico, anti-inmigrante, xenófobo y nacionalista de Wilders incorporando a su campaña algunos de los temas y la narrativa de éste. Raza, identidad, asimilación y patriotismo lamentablemente son palabras clave de la partitura que allanó el camino al éxito de Rutte. En este sentido, Wilders fue simultáneamente perdedor y ganador de la elección. Perdió porque llegará solamente a 20 escaños de los 150 de la cámara baja en el Parlamento, pero gana porque en esencia, corrió el debate público en el país hacia la derecha. Probando una y otra vez —como lo hizo la extrema derecha en EU en esta última década— los márgenes de lo permisible y aceptable en el debate y discurso públicos, el Partido de la Libertad (PVV) de Wilders detonó un efecto similar a lo que logró el UKIP en Gran Bretaña con el voto en torno al Brexit y lo que está logrando hacer el Frente Nacional en Francia.
Sin embargo, también hay diferencias fundamentales entre el voto holandés y el proceso electoral francés. Los holandeses acudieron a las casillas con una boleta plagada de partidos, en un sistema electoral donde la representación proporcional pesa mucho. Eso en sí mismo acotó la posibilidad de que los votantes le metieran un calambre al sistema político escogiendo a un candidato demagogo como Wilders. En Francia, en cambio, si Le Pen logra alzarse en abril como la contendiente para la segunda ronda en mayo, será ella contra un candidato de uno de los partidos políticos tradicionales. Los votantes franceses confrontarán por ende una decisión simple y binaria, como sucedió en la elección estadounidense entre Clinton y Trump, o en Gran Bretaña con el referendo para decidir permanecer o no en la Unión Europea.
Y todo esto tiene, para un país como el nuestro que tiende a pensar que casi todo lo que ocurre en el mundo le va y le viene, implicaciones profundas en diversos frentes. Más allá de lo que ocurra en los comicios franceses y alemanes y su impacto para los valores de un sistema internacional liberal —que debiera ser fundamental para los intereses de Estado mexicano— y el proyecto de construcción supranacional más consumado que es la UE, la elección holandesa encierra una lectura importante para México y nuestra comunidad diáspora en EU. En un contexto social en el que la inmigración y asimilación fueron dos de los referentes más importantes cara a la contienda electoral, la manera en la cual el gobierno de Turquía ha buscado movilizar política y electoralmente en meses recientes a la diáspora turca en Países Bajos (pero también en Alemania) a favor de mayores medidas de control político impuestas por el régimen en Ankara, ha generado anticuerpos brutales en sociedades que por décadas habían privilegiado la tolerancia y apertura, rechazando hoy lo que perciben como nacionalismos antagónicos y en competencia de sus comunidades inmigrantes. Tal y como ocurrió en 2006 en EU cuando acicateados por el gobierno mexicano miles de nuestros connacionales salieron a las calles de Los Angeles con banderas mexicanas para demandar la reforma migratoria, hoy, en un contexto polarizado en el cual la inmigración se utilizó electoralmente y en momentos en que tenemos que confrontar la cerrazón, el nativismo y el chovinismo, México podría sembrar vientos en temporada de huracanes al impulsar públicamente la ciudadanización en EU y con candidatos buscando usar a los migrantes ahí para anotar puntos políticos en casa. Europa librará batallas clave este año, pero ofrecerá también lecciones invaluables para México. ¿Las sabremos identificar?
Consultor internacional