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Washington acaba de escenificar uno de sus rituales democráticos de transferencia y alternancia del poder, declamando “el rey ha muerto, viva el rey”. Pero hay algo profundamente perturbador. Mucho tiene que ver evidentemente con quien llega a la Casa Blanca, así como con el hecho de que muchos persistan en normalizar su victoria y la agenda y postulados con los que llegó al poder. El discurso inaugural del “nosotros contra ellos”, un ejercicio retórico preocupante y polarizante —propio de campaña pero no de un primer esfuerzo por unir y sanar a un país profundamente dividido, ahondando de paso los resquemores de naciones alrededor del mundo— tampoco ayuda. Pero es el vacío humano que deja Barack Obama y la certeza de saber qué pensaba él de la relación con México, lo que más me pesa.
Se han derramado ya ríos de tinta sobre el legado de Obama, mientras que en México se debate su papel en la relación bilateral. Tuve el honor y privilegio de trabajar e interactuar con él a lo largo de su gestión, y hay momentos y viñetas que creo merecen rescatarse con la conclusión de su mandato. Asumió el poder en momentos de recesión global e inflexión geopolítica en las relaciones internacionales de la posguerra fría. La brutal crisis desatada en 2008 y la erosión paulatina pero real del poderío estadounidense auguraban poca capacidad de banda ancha hacia México. Era un Presidente que en su fugaz paso por el Senado prácticamente no había jugado un papel en temas de la agenda bilateral, en contraste con su antecesor, George W. Bush, quien desde Texas había palpado el día a día de la vecindad con México. Y sin embargo, desde la transición, Obama entendió el papel estratégico que jugábamos para su proyecto. Convencido de que la fortaleza y reputación estadounidenses en el mundo tenían que empezar a reconstruirse de adentro hacia afuera, supo leer el rompecabezas complejo pero vital que unía a ambas naciones y que hacía de México un componente real del bienestar, la prosperidad y seguridad estadounidenses. Tan fue así que con el único mandatario con quien se reunió en su transición fue con el mexicano, por cierto con un gesto de deferencia fuera de todo protocolo, al proponer que lo recibiésemos en “territorio mexicano”, en el Instituto Cultural Mexicano en Washington. En su primer Cinco de Mayo en la Casa Blanca, me invitó a pronunciar palabras con él desde el podio presidencial, y la primera visita de Estado que concedió fue a Calderón. Invirtió capital político y diplomático personal y sustancial al buscar profundizar el compromiso de su país en la lucha contra el crimen organizado trasnacional, asumiendo como propio un paradigma de responsabilidad compartida que tanta falta nos hará en semanas y meses por venir. En momentos de gran tensión bilateral detonada a raíz de las filtraciones de Wikileaks, y pudiendo haber actuado en reciprocidad en respuesta al retiro de su embajador en México, mantuvo mesura y ecuanimidad. Y cuando en septiembre pasado, en medio de una campaña demagoga, xenófoba y antimexicana quiso mandar señales, lo hizo cenando en el restaurante mexicano de un chef mexicano en una ciudad de migrantes, la de Donald Trump.
Más allá de la cercanía y acceso con las que me honró el Presidente, tengo claro que como todos quienes hemos detentado cargos públicos, cometió errores y tuvo fallas; con México, una relación tan compleja y anclada en política interna como es la nuestra, los hubo. Su error táctico de creer que podía rebasar a la derecha por la derecha aplicando las leyes de deportación para cancelar un flanco de ataque de los republicanos que se oponían a la reforma migratoria, nació de no entender que los opositores a dicha reforma la torpedearían indistintamente de que estuviese o no aplicando a pie juntillas las leyes migratorias del país. En ocasiones no logró romper el cerco burocrático que se opuso a que concretara un acuerdo con el presidente Calderón para revisar de raíz los paradigmas con los que se luchaba contra el narcotráfico o que impidió que se enterara del operativo “Rápido y Furioso” hasta que ya era el fiasco en el que se convertiría.
Franklin D. Roosevelt subrayó que para ser sostenibles a largo plazo, las políticas públicas tienen que estar ancladas en la política. Su arrogancia intelectual, la distancia e inhabilidad de Obama para mojarse los pies en el bazar político que es la relación entre Casa Blanca y Capitolio y su creencia de que en el siglo XXI las naciones ya no se comportarían como en el siglo XIX, lo llevó a varios callejones sin salida, particularmente en el caso de Siria, quizá su fracaso más oneroso en política exterior. Hoy su legado político y de política pública podrán debatirse, pero no en cambio su legado de dignidad, pasión y prudencia, de una Casa Blanca que condujo —en lo familiar y político— sin un solo escándalo, como tampoco su legado personal para con México.
Consultor internacional
***En la foto: El 5 de mayo de 2009 el presidente Barack Obama invitó al embajador Arturo Sarukhán a hablar desde el atril presidencial en la Casa Blanca. (Cortesía: Arturo Sarukhán)