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A primera vista, pareciera inminente un armisticio en la mal llamada “guerra contra las drogas”. En Estados Unidos, más de la mitad de los encuestados apoya la legalización del cannabis; cuatro estados y el Distrito de Columbia ya lo han hecho, amén de los 24 que autorizan su uso medicinal. En varios países europeos se ha experimentado con la descriminalización, regulación o legalización de drogas ilícitas, mientras que en América Latina —uno de los principales frentes de esta batalla— soplan vientos de cambio. En Uruguay ya se legalizó la marihuana y en naciones como Colombia y México se da hoy un debate esencial sobre cómo encarar el reto. En este contexto, la Sesión Especial de la Asamblea General de Naciones Unidas (UNGASS por sus siglas en inglés) que inició ayer en Nueva York —y que a petición expresa en 2012 de Colombia, Guatemala y México se adelantó dos años— representaría una oportunidad histórica para replantear la manera en que la comunidad internacional ha venido confrontando este flagelo para la seguridad humana, el bienestar y Estado de derecho.
UNGASS llega en un momento de clara inflexión en el paradigma con el que se ha confrontado al narcotráfico trasnacional, y se da a la par de las onerosas secuelas que la prohibición, particularmente de la marihuana, ha generado para las políticas públicas de muchas naciones. Los costos medidos en términos de población carcelaria, dislocación social, salud o los sistemas de procuración de justicia, seguridad pública y policiacos, son apabullantes. No existe hoy política pública en el mundo que a lo largo de las pasadas cuatro décadas haya demostrado un fracaso tan estrepitoso como la prohibición de drogas, particularmente la marihuana. Pero pensar que UNGASS derivará en un parteaguas para las convenciones internacionales que regulan la lucha contra las drogas es como fumar demasiado del producto que hoy se sigue asegurando en muchos países.
Primero, EU sigue incurriendo en una contradicción al no conciliar de lleno su política interna de facto —que permite que sean los estados, y no el Ejecutivo, los que establezcan jurisprudencia en los procesos de legalización— con su posición internacional, que privilegia erradicación y aseguramiento. Washington no puede seguir esperando que otras naciones pongan los muertos y los recursos para frenar la producción de marihuana si está permitiendo su legalización a nivel estatal. Sus acrobacias semánticas para conciliar lo interno con lo externo lo colocan en un predicamento. Durante décadas, la premisa central de la política internacional de control de drogas, impuesta particularmente por EU en foros multilaterales y agendas bilaterales, postuló que cortar producción y tráfico de drogas impactaría precios y consumo. No hay que ser premio Nobel para entender que si la demanda de drogas es completamente inelástica y su oferta es completamente elástica, lo único que ocurrirá atacando cultivo y suministro será detonar incentivos para que nuevos actores se incorporen al trasiego y mercadeo. Animado por ello, con la llegada del presidente Obama al poder en 2009, éste aceptó una propuesta de su homólogo mexicano para un ejercicio de revisión creativo en la manera en que combatíamos las drogas. Pero su burocracia lo torpedeó y nunca se logró dar cumplimiento a un acuerdo presidencial clave.
Segundo, a medida que unos han ido perdiendo el apetito para combatir sustancias ilícitas, otros guerreros de las drogas han surgido. Rusia y China en particular —y varias naciones de África y Asia— han adoptado posiciones de intransigencia y ortodoxia en la reevaluación de convenciones internacionales en la materia. Hace 15 años los recursos de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODOC) provenían de EU y Europa. Hoy sólo contribuyen en cerca del 60%, mientras que el restante lo ponen economías emergentes.
Por lo anterior, es previsible que UNGASS no remedie los errores del pasado y concluya sin una revisión a fondo de cómo confrontar a las drogas y al narcotráfico trasnacional. Para México, el impase podría permitir una reflexión importante. La legalización de marihuana en nuestro país efectivamente cortaría rentas (aunque no está claro en cuánto) al crimen organizado y disminuiría en parte la violencia vinculada con el narcomenudeo. Pero es erróneo pensar que la legalización por sí sola terminará con la inseguridad o trastocará de raíz al crimen organizado; no es una bala de plata. El problema de fondo es uno de Estado de derecho y de reconstrucción del contrato social. Si ambos no se fortalecen sustancialmente, en paralelo a la legalización, lo único que ésta logrará es más de lo mismo, desplazando la actividad criminal a otros ilícitos, como ya ha ocurrido con aumentos en la producción de amapola y heroína, o del secuestro y tráfico de personas.