Despedir a quienes pronto fallecerán es uno de los mayores retos al que nos enfrentamos los seres humanos. Decir adiós, cuando la solicitud proviene de un enfermo sin esperanza que desea cerrar con dignidad su existencia en forma voluntaria, implica, para el recipiendario, ser parte activa del final de la vida. “Una bella muerte honra toda la vida”, escribió Petrarca. Una muerte acompañada, decidida por quien la solicita y aceptada por sus seres cercanos es el culmen de la existencia y el inicio de un duelo no menos doloroso pero sí más digno. De eso habla Petrarca. De eso trata La fiesta de despedida.

La fiesta de despedida (2014), (Mita tova, en hebreo, cama buena), es una película israelí, dirigida por Tal Granit y Sharon Maymon, que aborda el tema de la eutanasia a partir de la mirada de un grupo de ancianos quienes conviven en una residencia. Ante la solicitud de uno de ellos de morir, avalada por su esposa, uno de los inquilinos fabrica una máquina por donde circulan, directamente hacia la vena del enfermo, los medicamentos que pondrán fin a su vida. Tras grabar unas palabras y despedirse de los suyos, el enfermo acciona voluntariamente un botón que permite el paso de los fármacos letales. El paciente cae en sueño profundo y muere casi instantáneamente. Fallece por voluntad propia, acompañado de un puñado de amigos y de la esposa.

Al enterarse del suceso, algunos inquilinos del asilo buscan información. Uno de ellos solicita ayuda para que terminen con la vida de su esposa anciana y que pide morir. El dilema, ayudar o no a morir a más personas, y la pregunta, ¿todos son candidatos?, toca su clímax cuando es la esposa del ingeniero que diseñó la máquina, quien solicita ayuda para morir al percatarse, víctima de alguna forma de demencia senil, que su cabeza se empieza a perder, que su memoria falla y que sus actividades rutinarias en la cocina o con su nieta son equivocadas.

El evento recuerda a Janet Adkins, portadora de Alzheimer. En 1990, el doctor Jack Kevorkian (1928-2011), pionero de la eutanasia moderna, utilizó, por primera vez, la máquina que había diseñado para ayudar a morir a Adkins. La prensa lo llamó “ángel de la muerte” y a su dispositivo lo denominó “máquina del suicidio”. El encabezado del New York Times (junio 7, 1990) promovió discusiones interminables aún vigentes: Dying, Dr. Kevorkian´s Way (Muriendo, con la fórmula del doctor Kevorkian). Películas como La invasiones bárbaras (2003), Mar adentro (2004) y, ahora, entre otras, La fiesta de despedida, sirven para reflexionar acerca de la eutanasia.

La película israelí tiene la virtud de plantear el tema en forma sencilla. El eje central, la dignidad del ser humano frente a la muerte, está construido con cierto desparpajo, adoquinado de sabiduría, fortaleza y coraje. La idea de escoger la muerte, de despedirse con entereza de los amigos por medio de una breve grabación hacen del evento más complejo de la vida, elegir cómo morir, una loa a la vida y al amor. El filme, sensible, inteligente, triste y alegre, conmueve. Los actores, septuagenarios, seleccionados ad hoc, se desenvuelven en forma sencilla, cercana y amorosa, y retratan, con sensibilidad, entre risas y lágrimas, la necesidad de morir: “Ayúdame a terminar con esto”; “como si morirse fuese un crimen”; “estoy sufriendo un infierno”; “pronto no sabré cuál es mi nombre”, y, ”estoy desapareciendo”, son frases que reproducen los sentires de enfermos terminales que buscan ayuda para fallecer.

El culmen de la película son las palabras que dirige a su hija la mujer afectada por una forma incipiente de demencia senil: “Te pido que no me juzgues. Perdóname. Recuérdame como tu mamá, sin mi enfermedad. No te enojes con tu papá. Me ama y me deja ir”. Acompañar a quien la muerte le permitirá conservar su dignidad es un reto inmenso. La fiesta de despedida invita.

Notas insomnes. Piedad, amor, solidaridad, amistad, entereza, valor y dignidad son ingredientes de la película. Y de la vida. Y de la eutanasia.

Médico

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