En un país harto de sus políticos, donde descontento, malestar y desasosiego marcan la cotidianeidad ciudadana, modificar la Constitución para permitir el matrimonio de personas del mismo sexo es correcto. Un acierto entre incontables desaciertos del grupo de Peña Nieto. Un guiño humano hacia la comunidad gay para dignificar su situación es bienvenido.

La población homosexual, en México y en el mundo estigmatizada, merece respeto. En la mayoría de los países musulmanes la pena de muerte sigue vigente. En los últimos 19 años, de acuerdo a un estudio llevado a cabo por Letra S Sida, Cultura y Vida Cotidiana, publicado en 2015, se registraron en México mil 218 homicidios por homofobia, aunque se estima que por cada caso reportado hay tres o cuatro más que no se denuncian. De acuerdo al informe, México ocupa el segundo lugar mundial en crímenes por homofobia, después de Brasil.

Aunado a los crímenes por odio, las encuestas realizadas por el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación son contundentes: 7 de cada 10 personas homosexuales consideran que en México no se respetan los derechos de las personas de diversidad sexual. Discriminación y falta de aceptación son lacras frecuentes. Asesinatos, la mayoría de las veces impunes, son el culmen de la violencia.

La homofobia es un mal social ampliamente diseminado en nuestro país. El miedo irracional y la información inadecuada hacia la comunidad lésbico, gay, transexual, transgénero y travesti, genera odio, desprecio y asesinatos. La comunidad requiere información y educación; familia, escuela y recintos religiosos tiene esa obligación. Las manifestaciones recientes de las iglesias católica y evangélica contra la iniciativa de Peña Nieto, siembran inquina, odio y, en forma soterrada, fomentan crímenes contra la población gay. Impensable la actitud de las iglesias mexicanas ante las evidencias homofóbicas; indigeribles sus pronunciamientos medievales: incomprensibles sus argumentos tras las últimas elecciones.

El futuro gobernador de Aguascalientes, Martín Orozco, del PAN, calificó de “regalito del cielo” la propuesta de Peña Nieto; para él, la idea de modificar la Constitución granjeó votos a favor de su partido. En la misma sintonía, monseñor Gallardo, obispo de Veracruz, considero que el descalabro electoral del PRI se debió a un voto de castigo de la “gente normal” —exabrupto krausiano: perdón: vaya palabritas “gente normal”.

A las doctas voces previas se suman el Consejo Ecuménico que agrupa ocho iglesias y la de Francisco Labastida, ex candidato presidencial priísta en 2000, quien considera que la ley del matrimonio homosexual será en detrimento de su partido en las elecciones de 2018. Tal y como sucede con frecuencia, el “enemigo” —la población gay— aglutina a enemigos: PAN, sectores del PRI e iglesias cuyos vaivenes no tienen historia: amigos de los enemigos o enemigos de los amigos de los enemigos.

Humanizar al ser humano debería ser compromiso central de religiones e iglesias —judías, evangélicas, católicas, cristianas. Reformar la Constitución para permitir en todo el país el matrimonio homosexual no atenta contra la simiente religiosa, al contrario, la enaltece. Los voceros de las iglesias deberían agradecer la iniciativa y aplaudirla por el número de clérigos homosexuales que amorosamente diseminan los dictados de Dios y por la vergüenza de clérigos que han violado ad nauseam a incontables menores.

En su reciente —abril 2016— exhortación apostólica, Amoris Laetitia (La alegría en el amor), el papa Francisco sostiene “que toda persona, independientemente de su tendencia sexual, ha de ser respetada en su dignidad y acogida con respeto, procurando evitar todo signo de discriminación injusta y particularmente cualquier forma de agresión y violencia”. Me gusta la idea del papa Francisco aunque no comprendo su posición cuando agrega que sus uniones no pueden ser consideradas matrimonio. ¿Qué hacer con las palabras “amor, acogida y dignidad” si una pareja gay busca formalizar su relación por medio del matrimonio?

La furia de las iglesias católica y evangélica contra la (casi) única iniciativa encomiable del presidente Peña Nieto me recuerda la película Amen de Costa-Gavras, donde el gran realizador narra la complicidad del Vaticano y su tolerancia hacia el régimen nazi en el exterminio de los judíos en la Segunda Guerra Mundial. Los enfurecidos jerarcas de las iglesias en México deberían pensar más sus declaraciones. Ir en contra de las uniones homosexuales estimula la violencia.

Notas insomnes. El PRI perdió las elecciones por ser lo que es. Las iglesias católica y evangélica seguirán perdiendo si no aceptan a la comunidad gay.

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