El repentino despido del director del FBI, James Comey, arrojó una nueva nube de sospecha sobre la administración de Donald Trump. Se dice que el presidente estadounidense trató de influenciar la investigación sobre la posible coordinación entre su campaña y los hackers rusos que robaron información dañina a Hillary Clinton. La decisión invita a comparar este hecho con el escándalo Watergate que causó la dimisión del presidente Richard Nixon.

La tesis es que ambos mandatarios obstruyeron una investigación sobre procederes ilegales desde la cúpula del poder. En el caso de Nixon, éste despidió a un fiscal especial, Archibald Cox, quien indagaba abusos de poder de la Administración como espiar ilegalmente al Partido Demócrata, a 17 gobernadores y a periodistas.

Cuando el Ejecutivo instruyó cesar al fiscal Cox en octubre de 1973, dos funcionarios del Departamento de Justicia renunciaron al negarse a ejecutar la orden. El episodio es conocido como la Masacre del Sábado por la Noche.

En la actualidad, el despido de Comey es sólo el segundo caso en que el director de esta agencia ha sido cesado. Este funcionario es designado para un periodo de 10 años precisamente para aislarlo de los vaivenes políticos de cada presidente con el que trata.

Luego de deshacerse de Comey, Trump se apresuró a afirmar en la carta de despido que el director del FBI le aseguró en privado que no estaba bajo investigación por la complicidad con los rusos. Luego, en entrevistas de televisión, el presidente refrendó esa línea con la clara intención de exculparse.

Trump aceptó que fue él quien cuestionó a Comey si había sido indiciado. Aquí se encienden los focos rojos.

En un país donde las instituciones de justicia han conservado independencia y solidez, es en extremo inapropiado que el presidente cuestione al investigador si tiene cola que le pisen. La obligación del mandatario es no intervenir y dejar que el FBI haga su trabajo con profesionalismo.

En una audiencia ante el Congreso el todavía director Comey dijo que sí conducía una investigación de posible complicidad y coordinación entre miembros de la campaña Trump y los rusos. No obstante, se negó a decir bajo juramento y públicamente si las pesquisas incluían al presidente.

Por lo sensible del tema, es entendible que Comey no comentara específicos sobre los trabajos de Buró. Lo que sí es claro es que Trump busca sofocar la llamarada autoexculpándose ante la opinión pública.

A diferencia del Watergate, en la investigación sobre el involucramiento de los rusos en la elección estadounidense aún no hay un fiscal especial que lleve el caso.

El actuar abusivo y corrupto de Nixon lo llevaron a ser el único presidente en la historia de este país que tuvo que renunciar. Pero tomó 10 meses desde la Masacre del Sábado por la Noche hasta su dimisión.

Con el Trumpgate, así como en la hidra de conflictos de interés, opacidad y nepotismo, tomará tiempo evidenciar si hay razones para que sea obligado a dejar el poder.

Otra diferencia es que actualmente el Congreso de mayoría republicana puede frenar las indagaciones sobre Trump, ya que se han rehusado a darle la espalda al hombre que llevaron al poder a pesar de los destrozos que ha cometido.

En tiempos de Nixon un Congreso opositor fue clave para dejar que las pesquisas al Ejecutivo siguieran su curso. Ojalá que los legisladores entiendan que el lodazal en que Trump ha metido al país no es una cuestión de defensa de partidos sino de proteger la nación.

Periodista

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