No podemos acostumbrarnos a la decadencia urbana. Es inadmisible cerrar los ojos frente a la inseguridad, el deterioro ambiental o el hecho de que el 60% de la población que vive en ciudades presenta condiciones de pobreza y desigualdad provocadas en gran medida por una expansión desordenada y un desarrollo donde los intereses económicos o políticos se han puesto por encima del interés colectivo.

Revertir el deterioro urbano cuyos efectos sentimos día a día ya sea por el transporte, tránsito, contaminación, inseguridad, dotación de servicios, vivienda digna y hasta acoso —en el caso de las mujeres— es más que suficiente para sumar voluntades y acercar políticamente nuestras coincidencias.

De acuerdo con la Carta Mundial por el Derecho a la Ciudad emanada del Foro Mundial Urbano de Barcelona de 2004, para el año 2050 la tasa de urbanización en el mundo llegará a 65%.

Ese documento define a las ciudades como territorios con gran riqueza y diversidad económica, ambiental, política y cultural, con una influencia determinante en la forma en que establecemos vínculos con otros habitantes y con el propio territorio.

Pero —advierte la misma carta— en forma opuesta, los países menos favorecidos han implementado modelos de desarrollo caracterizados por establecer niveles de concentración de renta y de poder que generan exclusión, contribuyen a la depredación del ambiente y aceleran los procesos migratorios y de urbanización, la segregación social y la privatización de los bienes comunes y del espacio público.

Entre los 8 principios que sustentan el Derecho a la Ciudad se encuentra la gestión democrática, que pone énfasis en aquellas políticas públicas que priorizan el fortalecimiento, transparencia, eficacia y autonomía de las administraciones públicas locales y de las organizaciones populares.

Desde luego se enlistan también aspectos como la función social de la ciudad, el ejercicio pleno de la ciudadanía, el principio de igualdad y no discriminación, la protección a grupos vulnerables, el compromiso social del sector privado y por último, el impulso de una economía solidaria y políticas impositivas progresivas.

Si intentáramos calificar la aplicación de esos principios en nuestras ciudades, muy probablemente reprobaríamos en más de uno de ellos.

Impulsar la construcción de ciudades incluyentes, sostenibles, competitivas, resilientes y humanas, convoca a una auténtica coordinación entre los tres órdenes de gobierno, a una articulación legislativa cuyo eje sea hacer realidad el derecho a la ciudad y, desde luego, a la participación activa de los ciudadanos.

Hacer efectivo y hasta exigible el derecho a la ciudad implica sentar las bases para una planeación del crecimiento urbano con visión innovadora pero capaz de hacer frente a los retos de los próximos 50 años por lo menos.

Por eso, la otra gran reforma estructural, la reforma urbana, está obligada a prever soluciones a los problemas de las ciudades y metrópolis, pero no las actuales, sino las que tendremos en cinco décadas, reconociendo que la planeación territorial será la pieza fundamental en la transformación de los mecanismos que reordenen las urbes y por ende, la convivencia, los servicios y la inclusión.

Se trata de establecer un nuevo paradigma jurídico-político en el uso del suelo y el desarrollo urbano, que traduzca en acciones positivas la gestión democrática de la ciudad y su función social.

Enfrentar el desafío para incluir la eficiencia, igualdad, equidad e inclusión como elementos transformadores de quienes habitamos las ciudades, exige legislar, pero sobre todo actuar, para garantizar que el Derecho a la Ciudad y su transversalidad con los derechos civiles, políticos, económicos, sociales, culturales y ambientales ya reconocidos, impacte en una mejor calidad de vida.

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