Hace años que el pensamiento convencional de izquierda pregona la existencia de una borrosa superestructura de conglomerados globales que han sometido a los poderes públicos nacionales y, mediante una operación que nunca resulta clara pero siempre tiene que ver con el financiamiento de campañas políticas, ha ido sustituyendo a gobiernos, digamos, democráticamente puros, por otros que sirven a sus intereses.
El mismo tipo de pensamiento se ha reproducido en las derechas, con sus peculiaridades y su tendencia a la histeria y el racismo: hay una suerte de conspiración global, en este caso no encabezada por farmacéuticas y grandes conglomerados industriales, sino banqueros neoyorquinos y londinenses —ojo: siempre sospechosos de judaísmo—, que manipula a los partidos nacionales para imponer su propia agenda mediante el uso de la deuda pública como instrumento de extorsión y el poder suave de la cultura popular como herramienta de degradación moral de las mayorías.
Tengo la impresión de que la semana pasada presenciamos un inmenso gancho al hígado de los paradigmas con que solemos categorizar al mundo y fue tan hondo que no lo hemos podido encajar. El presidente electo de los Estados Unidos tuitea, todavía desde su casa, una vaga advertencia a Ford Motor Company —en realidad una burrada entre dificilísima e imposible de ejecutar sin modificar los marcos fiscales locales e internacionales del de su país—, y una empresa gigantesca, global, todopoderosa —según creíamos—, se hace pipí de miedo y cancela la apertura de una planta en San Luis Potosí.
La desproporción entre ambos actos me recuerda a la novela corta El Madarín, de Eça de Queirós, en la que el diablo tienta al personaje principal diciéndole que si sólo toca una campanita, un gobernante chino morirá heredándole su infinta fortuna. El personaje la toca y recibe el dinero.
Un presidente electo toca una campanita —sólo eso, una campanita entre las muchas que va a tocar en todo el día para entretener a su público— y el Consejo Ejecutivo de una transnacional modifica sus planes como si ese hombre pudiera, desde su departamento, imponer tarifas al comercio internacional él solo y en cinco minutos, como si gobernar y escribir tuits fueran actos equivalentes. We are not in Kansas anymore, Dorothy.
Creo que cuando el presidente Obama recomendaba, en su discurso de despedida, que si uno estaba teniendo una discusión en Twitter con un oponente político, mejor lo invitara a tomar un café, estaba haciendo una referencia —oblicua, elegante, discreta como siempre— al peligro que entraña la impunidad generada por el hecho de que las redes sociales nos eximen de responsabilidad por lo que decimos en ellas. Lo sumario del tuitazo, además, agrega una capa de peligro: sustituye al argumento por la autoridad. No es que haya que implementar mecanismos de censura, por supuesto, pero tenemos una larga reflexión pendiente sobre cómo reconocer y delimitar los efectos del uso propagandístico de las redes sociales, cuando son utilizadas flagrantemente para dañar a una comunidad.
El hecho de que un mensaje de Twitter modifique radicalmente la realidad es inquietante por sí mismo —una red social le concedió a una persona un poder fáctico que no va a tener legalmente cuando sea nombrado presidente de Estados Unidos; Twitter como mecanismo de extorsión y arma informática expuesta en una guerra de baja intensidad— y porque va a seguir sucediendo. El patrón ya está muy claro a estas alturas: cada vez que las aguas le empiecen a hervir al futuro presidente de Estados Unidos por un escándalo de cualquier tipo —ha roto todos los récords, incluso priístas: ya van muchos y todavía ni empieza— va a tuitear contra el TLC y dar conferencias de prensa sobre la factibilidad del muro. Emprenderla contra México le gana puntos y no le cobra ninguna renta —igual tuitearía contra Argentina si sus votantes supieran dónde está. Aquí hay que notar que desde que el republicano fue electo, dejó de hostigar a China en sus arengas: ya le pasaron una factura en la forma de un portaviones paseándose enfrente de Taiwán. Y de una vez documentar, como decía Monsi, nuestro optimismo: la administración actual del gobierno de México es tan absolutamente falta de imaginación, que nombró a Luis Videgaray como su canciller: el único mexicano —entre 130 millones— que ha demostrado pública, aparatosa y humillantemente, su absoluta incapacidad para influir en los impulsos de Donald Trump.