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Había algo en la resistencia imposible del apache Cochise que intimidaba incluso a los abusivos de siempre. Peleó hasta los 65 años, edad a la que pasó a la historia tal vez como el jefe nativo americano más exitoso de todos los tiempos. En el otoño de 1872 consiguió un tratado de paz tan ventajoso para si y su gente que tienen el sabor de la rendición para el ejército de los Estados Unidos. El general Oliver Otis Howard, representante plenipotenciario en Arizona del secretario del Interior del gobierno de Washington permitió establecer una reservación donde el apache la quería —las montañas Chiricahua, en La Mesilla de Arizona—, administrada por Tom Jeffords, el único amigo blanco del indio, y en la que no había ni podía haber ningún tipo de presencia del Ejército de los Estados Unidos. Al ocupar un espacio fronterizo con México y no estar resguardada por ningún cuerpo militar, la reservación le permitía a los guerreros de Cochise mantener sus asaltos a los ranchos de Sonora, vender el ganado y los caballos robados en Chihuahua, y regresar a descansar en Arizona.
La única interpretación posible para un hecho tan sin precedentes ni repeticiones pasa por reconocer que Cochise fue el indio americano más temido de todos los tiempos: el gobierno de Washington estaba dispuesto a darle lo que pidiera si dejaba de pelear.
El 7 de julio de 1874 Cochise y Tom Jeffords se vieron por última vez. Para entonces ya habían sido por una década los enemigos más feroces en el campo de batalla y los amigos más entrañables en la arena de la conversación. Durante los dos últimos años de vida del jefe habían sido, además, socios comerciales exitosos: lo que los bravos de Cochise no vendían en Chihuahua, se negociaba con los comerciantes de Nuevo México a través de la agencia de la reservación encabezada por Jeffords. Los unían entonces no sólo el amor y el odio, sino también ese lazo irrompible y de por vida: la complicidad en actos de corrupción que cuestan vidas.
Jeffords, que vivió hasta 1914, contó en una entrevista ese último encuentro con Cochise. El cuerpo legendario del jefe estaba ya para entonces tan decaído en parte por un cáncer de estómago y en parte por el mezcal que se tomaba para olvidarlo, que ambos reconocieron que el más cabrón de todos los apaches no podía durar mucho más. ¿Crees que nos volveremos a encontrar del otro lado?, le preguntó Cochise a Jeffords. El agente, que había visto en directo todas las infamias del mundo como testigo y participante de la guerra Apache, debe haber pensado en la muerte como un alivio sólo en la medida en que fuera absoluta. Le respondió que realmente no lo sabía, que lo dudaba mucho. Cochise, cuyo rictus famosamente duro no se ablandaba jamás, sonrió ligeramente, tal vez porque ya podía contar las horas que le quedaban en el mundo con los dedos de las manos. Le dijo: Yo creo que sí, que nos vamos a encontrar, los buenos amigos siempre se vuelven a encontrar. El jefe murió esa misma madrugada, la del 8 de junio de 1874. Tiene que ser una leyenda, pero se dice que los aullidos de su gente se escuchaban hasta Fort Bowie y que nunca fueron más aterradores.
Cochise era una máquina de guerra en si mismo. El hombre que desde la pubertad batalló al imperio más extendido y duradero en la historia —el español— y en la madurez a la nación más rica y potente de su hora —Estados Unidos— sólo pudo sobrevivir dos años a la paz. Era un hombre de sangre y resistencia, un proyecto de destrucción, un arma, la gloria de lo que es improductivo y no se puede domar. El jefe Victorio, que era igual de letal y vengativo que Cochise, murió en combate y a la vista del Ejército Mexicano gracias a un tiro del rarámuri Mauricio Corredor. Mangas Coloradas murió asesinado cobardemente, atado de pies y manos, en un cuartel gringo. Gerónimo murió de pulmonía, prisionero de guerra en un campo de concentración en Lawton, Oklahoma. Cochise no le dio a sus enemigos el privilegio de ver la hora de su extinción.
El 9 de junio, después de velarlo todo el día y toda la noche, los chiricahua prepararon el cuerpo del jefe para su último viaje como si estuviera volviendo al camino de la guerra. Le quitaron la camisa, le pusieron la bandana roja en la cabeza, le pintaron la cara con polen y lo acomodaron sentado en su caballo con los pantalones de gamuza y los mocasines a la rodilla puestos. Le volvieron a abrochar la cartuchera repleta de balas y le encajaron las pistolas mexicanas con mango de plata con las que famosamente disparaba colgando de la silla por un costado del potro, para que no lo alcanzara el fuego enemigo.
Nunca ningún apache volvió a hablar de ese día. Tom Jeffords estuvo presente, contó la historia. La banda completa ascendió al que debe haber sido el lugar de poder del guerrero y arrojó el cuerpo de Cochise a un abismo. Sus restos no han sido encontrados.