En el relato “Cárcel de árboles”, el escritor guatemalteco Rodrigo Rey Rosa cuenta la historia de un personaje que ha perdido la memoria y la capacidad de razonar porque le ha sido arrebatada el habla. Está prisionero sin razones claras, encadenado a un árbol, igual que otros cientos de colegas. Un día, el prisionero encuentra un cuaderno y un lápiz. Aunque no puede hablar, descubre que conserva las facultades de escribir y leer lo que ha escrito. Cada mañana se despierta habiendo olvidado lo que anotó los días anteriores, pero todos los días lo recupera y avanza un paso más en la reconstrucción de un yo demolido.

Como suele suceder con los cuentos de Rey Rosa, en “Cárcel de árboles” el lector nunca tiene claro si lo que está leyendo es una historia moral o no. El relato podría ser una meditación sobre la destrucción del lenguaje bajo las dictaduras, un juego de anticipación, o, más interesante, una reflexión sobre la escritura. Hay una entrada del diario fascinante: “La bandada de pájaros rojos pasó volando sobre la copa de los árboles. El gran ruido que produce la bandada, no el ruido estridente que produce un solo pájaro, ¿quiere decir algo?”

¿Quiere decir algo el ruido que producimos como generación? ¿Cuando los escritores se ponen al día unos a otros sobre su trabajo, tan teóricamente solitario y ensimismado, sucede algo distinto, mejor o peor, que cuando leen, investigan, toman notas, hacen esquemas o escriben en sus mesas de trabajo? La pregunta es pertinente porque el oficio de escritor en nuestros días implica mucho más que sólo escribir y esta situación tal vez sea más grave de lo que pensábamos hace unos años: la escritura literaria deja tan poco dinero, y ese poco dinero está tan concentrado en tan poquísimos autores a escala global, que un autor que no está en el cogollito de la gloria se queda con la sensación, errónea, de que las únicas formas de reconocimiento del trabajo de un escritor pasan por la parte visible de los procesos editoriales. Los autores van a la Feria de Guadalajara porque escriben, pero queda la sensación de que escriben porque van a la Feria de Guadalajara.

La parvada, entonces, entraña peligros. Es como el homenaje en Bellas Artes: sustituye a la lectura con la presencia. ¿Para qué leo a Reyes si ya invertí la mañana de un domingo escuchando hablar de él en la Sala Manuel M. Ponce? ¿Para qué leo a Villalobos o Herrera si ya los vi en un panel de la Feria de Oaxaca? Pero también tiene ventajas: los encuentros promueven la discusión e impulsan el trabajo de los escritores fuera de sus áreas de competencia originales; en los mejores casos los ponen en contacto con scouts, agentes y editoriales tal vez más visibles que las primeras que se aventuraron a publicarlos. Los índices de las revistas serían siempre los mismos si no hubiera espacios de socialización para los actores de la comedia literaria.

La idea del autor que lee lejos del mundo o la escritora que, sola en su estudio, se hace un café más a las tres de la mañana es pura mercadotecnia decimonónica. No hay una actividad más social que la literatura. Para que exista, alguien tiene que escribir, pero otros tienen que editar, formar, diseñar, vender o recomendar en una biblioteca. Y luego viene el momento del prodigio. La hora en que lo que lo escrito es recompuesto en la mente de un lector. La condición de existencia misma de la escritura literaria está en su socialización. Un cuento es sólo grafías hasta que alguien lo desata. Se puede ir más lejos: el arte no es escribir, sino leer, dado que el proceso mediante el que se reproduce la sensación del mundo a través de los componentes de una historia sucede en la mente del lector y no en la del escritor.

Esa dualidad entre lo social y lo íntimo propia del arte de la escritura está presente desde la fundación misma del arte de contar ordenadamente. En La Odisea, Poseidón encuentra irritante el ubris de Ulises y se le encaja con fervor. Le va a permitir volver a casa, pero solo. Su castigo no es, como parece en primera instancia, vagar durante 10 años por los mundos de los dioses, los hombres, y las horrorosas creaturas de en medio, sino volver a gobernar una isla en la que van a estar ausentes los mejores.

La historia de Ulises es tan buena que la seguimos leyendo en la versión que fue fijada siguiendo la forma del poema épico hace dos milenios y medio. No es la historia de un héroe, sino la del lento sacrificio de sus muertos, que van fertilizando el mundo con su sangre para que al final el orden de lo real, roto por el rapto de Helena, se pueda restaurar. Ulises, cuando vuelve, no trae a nadie de vuelta consigo, pero no va solo: su voz es la de la parvada.

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