Todas las ciudades contienen otras que dejan de ser fantasma por acumulación y desgaste. Hace unos días cumplimos cinco años viviendo en nuestro departamento en el barrio de Harlem, al noroeste de Manhattan. En ese lustro ha ido radiando, desde este estudio en el que escribo —una atalaya en el antiguo desván de una casona de principios del siglo XX— una cartografía familiar que alcanza la mayor parte de la isla. Ya la conozco bien: alguien me cita en un café y cuando llego recuerdo que ya había estado ahí con algún publicista, que había tomado un helado enfrente con los niños, que a la vuelta mi mujer y yo habíamos cenado y luego habíamos ido a ese dive bar horroroso de la esquina y nos habíamos muerto de risa —es lo que más hacemos y lo que nos mantiene a flote a pesar de la abrumadora dificultad que supone un matrimonio con dos novelistas, en la ciudad más cabrona del mundo: reírnos juntos.

Este verano, por razones también familiares —los padres somos, sobre todo, un medio de transporte— he pasado unas semanas trabajando, comiendo, tomando café en Wall Street, uno de los pocos barrios que seguían siendo borrosos para mí en la ciudad. No sé si Nueva York, pero Manhattan es como un palacio: tiene un sustrato de trabajadores puntuales, feroces e invisibles, que se desloman manteniéndolo y un copete de notables vistosísimos que simplemente no trabaja, o trabaja en medios, a horas y con atuendos poco convencionales. Es como una colonia Condesa con 7 millones de habitantes: todos los cafés están llenos siempre, así que no se entiende quién ocupa las oficinas que hay arriba. Mi primera sorpresa al lidiar con Wall Street fue que todavía tiene horarios y dress code: los hombres van de pantalón largo aunque sea verano, las mujeres de traje sastre. En el Metro leen el periódico a la londinense —doblado en cuatro para que se haga una tira larga— y no despatarrado como se lee en el resto de la ciudad. Al cuarto para las nueve, los vagones del Metro podrían estar llegando a Pino Suárez; a las nueve y cuarto lo normal es viajar solo hasta Canal St.

Tuve una vez, en un programa de escritura creativa para migrantes sin documentos, a un estudiante que cruzó la frontera a pie por Arizona. El viaje le había parecido espantoso y lleno de prodigios porque el coyote los había llevado por una ruta de desfiladeros. Luego lo subieron a una camioneta y lo trajeron hasta Manhattan encerrado entre la carga. Le abrieron las puertas en Wall Street. “Los desfiladeros de luz”, decía todavía alucinado en su entrega final, que leyó en el Boricua Café del barrio de Eloisa antes de una ovación cerrada. Y es que Wall Street, que alguna vez fue un paso de balleneros y un mercado de esclavos —Citibank está en el número uno de Broadway porque ahí estaba el banco en que se tranzaba con vidas humanas— es, sobre todo, un laberinto de desfiladeros que parecerían diseñados por los ñoños que inventaron Mindcraft: todo es rectangular e imposible. Es como la cuenca del Amazonas: la luz del sol no llega nunca al suelo. Rubén Darío, que conoció a José Martí en una esquina de Wall Street, simplemente no podía soportar tantas ventanas idénticas entre sí. Siendo quien era, veía los cuadritos y pensaba en lo que había detrás de ellos: almas prisioneras.

Jean Dubuffet, maestro de las formas orgánicas, tuvo el encargo de hacer una escultura para Liberty Plaza: el mero corazón del barrio. Alzó ahí el masivo y famosísimo “Grupo de cuatro árboles” que crecieron como hongos —puras curvas en blanco y negro— al pie de ese edificio insoportablemente rectangular que son las oficinas de Chase. La escultura es un alivio, un vaso de agua de Arizona.

Todos los días, a las nueve y cinco en punto, me tomo ahí un café. En la banca de enfrente a la mía, los trabajadores encargados del mantenimiento de los elevadores del edificio se toman el suyo. Los veo diario: hablan poco y siguen mucho con la mirada, en coreografía perfecta, a las ejecutivas que corren de un edificio a otro. Ellas son las verdaderas dueñas del universo y lo que estos gandallas notan no son ni los doctorados ni el éxito ni las chequeras, sino que tienen piernas. Como tomamos café a la vez, bajo la misma obra de arte, les pregunté un día qué hacían ahí. “Prostitución masculina”, dijo el que claramente es el jefe. “Pero no nos va nada bien”, completó con nostalgia de un mundo peor otro de ellos.

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