La ciudad de Nueva York tiene una población musulmana enorme, distribuida por las cinco demarcaciones que la componen. Yo vivo en la zona con la mayor cantidad de seguidores de Mahoma en Manhattan en parte porque una migración fuerte y exitosa de yemeníes ha hecho su casa y desarrollado sus negocios en West Harlem y en parte porque desde los años 60 una porción considerable de la comunidad afroamericana del barrio abandonó su identidad cristiana para abrazar el Corán. Además, West Harlem tiene una población muy grande de migrantes africanos recentísimos, muchos de los cuales se suscriben de inmediato a las mezquitas que proliferan en el barrio en un estado de perfecta integración con las iglesias bautistas, episcopales y católicas asentadas aquí desde fines del siglo XIX. Cada quien va a su templo el fin de semana, pero el resto del tiempo todos coincidimos en la tienda, la escuela o la cervecería cuando hay partido de la Champions.

En la escuela de mi hija —pública y harlemita a morir, repleta de migrantes— todos los niños cantan juntos durante una hora todos los viernes en un pequeño conmovedor espectáculo del que participan también los padres y maestros. Las niñas de cabeza cubierta forman parte de la comunidad: ni siquiera se notan. De los niños ni qué decir: entre el mar de chamacos, más de la mitad de los cuales son migrantes o hijos de migrantes, no hay ya ni siquiera filiaciones raciales claras, mucho menos es posible saber cuál profesa qué fe.

Hace unos días, de paso por el Upper West Side —a unas cuadras del estudio desde el que escribo—, el precandidato republicano Ted Cruz propuso incrementar la vigilancia de los barrios de la ciudad con gran número de musulmanes —es decir de mi barrio, en el que tenemos problemas de distribución de drogas y corruptelas policiacas, pero nunca jamás incidentes relacionados con la religión de quienes lo habitamos.

Al separar a una comunidad de los ciclos de convivencia regulares de una ciudad, lo primero que se genera es la desidentificación de esa comunidad con el resto de su entorno: se siembra la semilla del mal, que deja de ser el sueño destructivo de algún loco para convertirse en el proyecto de vida de un grupo que se rebela contra la marginación.

Escribí en este espacio hace unos años sobre un loco furibundo, insoportable y metafórico, que hacía caca en los macetones que rodean al Edificio Ermita en el barrio de Tacubaya de la ciudad de México. Cuando yo vivía ahí registré, escandalizado, sus rastros, sin saber que era uno de los teporochos de siempre. Eventualmente lo descubrí en plena acción guerrillera alguna noche en que salí a comprar un litro de leche de emergencia en la tienda de 24 horas. Estaba ahí, encaramado como un águila en el cajete, ejecutando su venganza contra la ciudad que lo había destituido de todo —su figura, un performance genial a contraluz de los coches que entraban a Revolución bajando del Circuito Interior.

Para el cagón de Tacubaya el espacio público era tan absolutamente enemigo, que lo transformó en su lugar de deshecho: el sitio de lo que se nos muere —hay un lugar en la consciencia humana en que la mierda y la muerte son equivalentes—. Pero no sólo eso: el teporocho hacía del acto de cagarse en el barrio un espectáculo. Pienso en él cada que sucede uno de los horrorosos atentados terroristas practicados por yihadistas nacidos en el país que atacan y que los ha educado, alimentado y velado por su salud, pero también cuando me entero de las atrocidades cometidas por las bandas criminales de Guerrero, Tamaulipas o Veracruz —que por cierto se cargan a más gente al mes que los militantes de ISIS en Europa en un año—. Todos son actos cometidos por personajes tan enajenados por su contexto, tan abyectos, que optan por castigar a su propia aldea. Son una minoría de psicópatas imperdonables, a los que distingue no su religión o su cultura, sino una patología destructiva.

En mi barrio nadie es ni siquiera consciente de que hay leales del Corán porque todos son, sobre todo, neoyorquinos, estadounidenses, migrantes con documentos o sin ellos que trabajan durísimo y mandan a sus hijos a la escuela para acelerar su integración a la sociedad. Como casi todos en esta ciudad, tienen una segunda lengua que utilizan en casa y nada más: forman parte de una normalidad absoluta. Cercarlos, como propone Cruz, o peor: expulsarlos, tal cual recomienda Trump, sería como declararle la guerra a un barrio porque la gente usa pantalones de mezclilla o desayuna donas los sábados.

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