En su novela Dos años, ocho meses y veintiocho días, Salman Rushdie cuenta la historia de una serie de personajes cuyas vidas se transformaron cuando el huracán Sandy hizo tierra en Nueva York. El relato sería una prenda más del realismo literario de habla inglesa si no fuera por la perspectiva delirante desde la que el libro está contado: un narrador oral, de origen hindú, que relata los hechos en una plaza pública en el año 3012: mil después de que sucedieron. Lo mucho que tiene de buena la novela viene del efecto producido por la acumulación de pequeños relatos míticos en una historia que los lectores del libro recuerdan perfectamente. Aunque Dos años, ocho meses y veintiocho días no es la novela más política de Rushdie, el ejercicio de imaginar el presente como si fuera un pasado remoto le permite meditar con mucha fortuna sobre lo que la Nueva York de nuestros días tiene de extraordinaria y de ridícula, de generosa y cruel, de asfixiante y liberadora, sin demandar que el lector suspenda la incredulidad: lo que uno lee es un cuento deformado por el paso de los años y pasado de boca en boca generación tras generación, puede decir cualquier cosa.

Me pregunto cómo va a ser percibido el extravagantísimo momento político por el que están pasando los Estados Unidos no en mil años, pero sí en 20 o 30. Visto desde el futuro, el fervor repentino por los populistas se va a ver como una consecuencia de variables que nosotros no podemos descifrar porque forman parte de nuestra percepción de los hechos de todos los días. ¿Por qué una economía que crece y genera empleos produce rechazo en los votantes? ¿A quiénes está olvidando la legendaria máquina gringa de producir bienestar, que los votantes se están volcando por candidatos que podría alterar radicalmente el rumbo más o menos estable del país en los últimos 30 años? El misterio, haciendo a un lado el miedo del porvenir que a todos nos agobia todo el tiempo, no es poco considerable: los candidatos que lideran por el momento son un socialista judío de Brooklyn que predica el advenimiento de la Revolución y un anarquista involuntario que consiguió visibilidad como estrella de reality shows. Nadie hubiera podido suponer que algo así sucedería cuando empezaron las escaramuzas internas de los partidos durante el verano pasado.

Los analistas políticos tienen teorías que parecen demostrables: la clase media baja, blanca y rural ha sido particularmente castigada por los procesos de globalización y corporativización de la economía estadounidense. No sólo son más pobres que antes, son el sector social que menos crece y el que se muere más joven. Su amor por Trump es casi un llamado a las armas para evitar la extinción. De ahí el sabor patibulario de los mítines del billonario, de ahí la brutalidad verbal que se ha querido confundir con un discurso fascista pero que en realidad viene más bien de la sensibilidad metalera de la banda que lo apoya. Los votantes que están impulsando a Bernie Sanders están en el lado contrario del espectro: son tan jóvenes que piensan que es normal que el presidente de Estados Unidos sea mucho más inteligente que ellos, sea afroamericano, lea novelas y conduzca los asuntos de Estado como si fueran seminarios de posgrado. Son una masa enorme de gringos que no ven en las palabras “socialismo” y “revolución” un anatema, sino una consecuencia lógica de las políticas de la administración durante la que se hicieron adultos. La verdad es que no están pidiendo nada del otro mundo: un sistema de salud funcional, educación gratuita para quien la requiera del kinder al posgrado, una corrección del sistema perverso que permite la manipulación de los precios de los medicamentos. Sienten, sin embargo, que pueden cambiar las cosas con vigor rocanrolero: en los actos políticos de Sanders, le cuesta hablar porque a la banda lo que le gusta es escucharse a si misma haciendo ruido.

Falta muchísimo para que sepamos quienes van a ser realmente los candidatos de los partidos dominantes en los Estados Unidos. Considerando a los estados que han votado —Iowa y New Hampshire son muy peculiares—, animo una hipérbole: todavía falta que voten los gringos. Lo que estamos viendo, sin embargo, lo vemos dando bandazos entre el miedo y la esperanza según el cuadrante
político de cada uno, lo que creo que veríamos si pudiéramos mirarnos desde el futuro, es a una generación de estadounidenses que vislumbra su porvenir con imaginación, que opta por lo imprevisible, que se cree con derecho a un futuro distinto del que se le había asignado. Pase lo que pase, y pueden pasar cosas realmente horribles, hay una lección en eso.

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