He dicho varias veces en este espacio que tal vez el mayor problema de México es de dicción y retórica, o que tal vez sea esa la parte de nuestros problemas como país del que yo puedo hablar y por eso me parece tan urgente. No sé si sea nuestra calidad de país regido alguna vez por una corte borbónica —metropolitana y local— lo que nos hace no llamarle a las cosas por su nombre, o si es que la manera borbónica de hacer y deshacer en una corte es producto de una lengua que se empezó a anquilosar desde el siglo XVIII por la presión reguladora de la furibunda Academia de la Lengua. ¿Valió la pena restar flexibilidad a un idioma para mantener un español estándar en el que nos entendamos todos los que hablamos en romance por todo el mundo? No estoy tan seguro.

Pienso mucho, en los términos anteriores, en un problema que se discute y repite obsesivamente en todas las esferas de la vida mexicana, y que se ha repetido desde que yo era niño y también desde que mis abuelos y mis tatarabuelos eran niños, sin que nunca haya podido ser resuelto. El problema de la corrupción. Tal vez no sólo no hayamos podido resolverlo, sino dejarlo peor generación tras generación, porque lo que impide destrabar lo que hacemos mal es, precisamente, la palabra “corrupción” —tan general, grande y abstracta— y no los usos y costumbres que incluye en su campo noético.

Si dividiéramos el problema de la corrupción en partes específicas sería más fácil cifrarlo y proponer soluciones. Si pensáramos, por ejemplo, que la manera patrimonialista de administrar los bienes públicos tal vez no sea la más sabia, podríamos pensar también que el patrimonialismo mexicano tiene una raíz bien específica, que es producto de un sistema colonial en el que los puestos de la administración pública se le compraban legalmente al rey para medrar con ellos, también legalmente, concediéndole su parte a la corona. En este marco mental se puede pensar que cuando un policía de esquina con rango bajísimo le pide una mordida a un ciudadano, o un maestro en rebeldía pide que su plaza sea heredable, no es que sean esencialmente corruptos, es que padecen una confusión sobre los atributos del puesto que ejercen en la administración pública porque nunca en su vida escucharon a nadie llamándole a las cosas por su nombre. Cuando un policía pide mordida, o cuando un jefe sindical vende una plaza, no se perciben como parte de un problema, sino de una tradición. La palabra “corrupción” no sólo no aporta exactitud, la resta. Se confunde con algo esencial contra lo que no vale la pena luchar, porque está en todos lados.

Algo similar sucede con la “lucha contra el crimen organizado”. Los términos son tan vastos e indefinidos, que decir que se lucha contra el crimen organizado es como decir que estamos contra el azul cobalto: significa algo tan grande que se pierde en el aire y se vuelve imposible de medir. En una narrativa que comienza con premisas como esas, es imposible que el gobierno gane alguna vez: si dos personas se organizan, cometen un crimen y se salen con la suya, el gobierno ya va perdiendo la guerra contra el crimen organizado.

Creo que haríamos bien poniendo más cuidado en definir los dramas que acosan a nuestra generación, en dejar de utilizar términos más bien cinematográficos que nublan más de lo que aclaran. Los miembros de las bandas de narcotraficantes sí forman parte de ese continente que es el crimen organizado, pero son otra cosa, una especie única de nuestra circunstancia: ejércitos sublevados contra el gobierno federal —no contra los gobiernos estatales, que tienden a protegerlos. Como esos ejércitos tienen la misma ideología que los empresarios y los gobiernos del país de Salinas de Gortari a la fecha, nadie los define como lo que son: una fuerza política en rebeldía, que demanda una radicalización del modelo económico actual. Un modelo económico que por razones que yo tampoco entiendo, permite que la gente consuma unas drogas y otras no.

Los narcos creen en los mercados no regulados, en la libre competencia en lugar de la planeación económica y la inversión pública, definen al éxito como la obtención del máximo rendimiento en el menor tiempo y administran sus responsabilidades sociales de manera paternalista. No creen en la democracia liberal representativa, pero tampoco estoy tan seguro de que la clase política mexicana y los grupos de intereses económicos que la patrocinan puedan ser definidos como demócratas liberales.

Los narcos utilizan una violencia desproporcionada con fines publicitarios, igual que todos los grupos radicales del mundo. Como las fuerzas vivas de ISIS o el Sendero Luminoso, han generado zonas en las que administran un paraEstado que les permite poner en práctica sus ideas de gobierno. Es sólo que como su radicalidad es neoliberal y la única ideología posible en la zona NAFTA desde 1994 es esa, nos cuesta definirlos como lo que son.

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