Uno puede ir a Tombstone, en el corazón de La Mesilla en Arizona, si toma la autopista federal 10 hacia el oeste, pero el camino antiguo, que conecta a ambos puntos, está en perfecto estado a pesar de que no pasa por ningún sitio reconocible ni lo cruza nunca nadie. Es una terracería antigua que comienza a milla y media de un pueblo de menos de 100 habitantes que se llama Sunsites, si se enfila hacia Douglas —la única ciudad más o menos reconocible de la región.

Cuando hace unas semanas estuvimos en La Mesilla, descubrimos, ya que habíamos llegado a la casita de piedra remotísima que habíamos rentado, que no llevábamos jabones. Al día siguiente nos detuvimos en Peerce —un pueblo de 10 o 12 casas—, siguiendo las flechas que conducían a una granja que vendía pastillas artesanales hechas con leche de cabra. Nos metimos y encontramos a la dueña del negocio, que se acercó al coche para decirnos que estaba cerrado, que sólo había ido a darle de comer a las cabras, que era domingo, que volviéramos al día siguiente. Le dije que estaba bien, pero que necesitábamos jabones y que ya estábamos ahí y ella ya estaba ahí, que podríamos comprarle unos. Insistió en que era domingo. Es que no tenemos jabones, le dije, si vemos una farmacia vamos a terminar comprándolos ahí. Es domingo, insistió.

Eso fue lo mejor del día. O lo único de lo que nos sucedió que tuvo el sabor excéntrico de ese espacio de conductas aleatorias que es la antigua Apachería: un lugar raro, como todos los habitados por solitarios.

Los pueblos fantasma de Arizona son una estafa: granjas despobladas en las que alguien puso un letrero que las consigna como algo que no son para sacarle dinero a un turista improbable.

Y luego está Tombstone, tan asfixiantemente ridículo. Es un pueblo acalorado en el que unos empresarios desorientados han montado un escenario que pretende que el sur de Arizona nunca fue nada más que unas villas alzadas por blancos para que otros blancos medraran en ellas.

Según esa narrativa, Tombstone es el fondo de algo, su principio, una fundación y no el resultado de un proceso histórico tremendamente desaseado en el que los últimos en llegar se quedaron con todo después de siglos de intercambios comerciales, violencia política y sexo intercultural entre los grupos de españoles, mestizos, mexicanos y nativos de la región que pelearon durante siglos a brazo partido por ese pedazo de tierra.

Tombstone consiste en unas ruinas de diseño —se parece más a un set que a otras villas del periodo que conservó el desierto en otras latitudes— impuestas sobre las ruinas reales de los indios mogollones y los anazasi, que poblaron el área hasta la llegada de los comanches en el siglo XV y de los grupos nómadas de ataspacanos que venían de Canadá y, durante el XVI, echaron a los comanches hacia Texas. Debajo de las ruinas de Tombstone también están las del Imperio Español, que bautizó a los hablantes de atapascano de la zona como apaches y se puso de su lado en la guerra contra los comanches. Las de la primera República Mexicana, que nunca fue capaz de reclamar para si el territorio del norte de Sonora; las que dejaron los pelotones de soldados gringos —blancos y búfalo— que ocuparon la zona tras la venta de La Mesilla en 1854.

El mito del pueblo vaquero, del que Tombstone es la representación fundamental, escenifica la llegada de unos colonos a un mundo regido sólo por leyes naturales y su éxito imponiendo normas y costumbres productivas. Como si unos salvadoreños se mudaran a Wall Street y construyeran con las piedras y el acero de los rascacielos una alcaldía centroamericana y dijeran que eso que acaban de hacer es el origen de la ciudad.

No hay en Tombstone nada más que unos güeros disfrazados de vaqueros en escenarios recién hechos que huelen a brea y sudor. Lo más curioso de todo es que los turistas que los visitan son todos estadounidenses contemporáneos, reales como debieron ser los que ocuparon originalmente ese pueblo: gente de otras sangres y otros puertos, todas mezcladas. Hay mayormente mexicanos angloparlantes, negros, europeos del sur, nativos americanos, asiáticos del norte y del sur. Hay blancos, por supuesto, pero siempre son unos entre muchos, mientras en los escenarios y falsos sitios históricos sólo hay de ellos.

Es curioso que un país con un banco genético tan envidiablemente rico se esfuerce tanto por representarse, tanto en los teatros populares como en los escenarios políticos, como si casi fuera solamente blanco, como si siempre lo hubiera sido.

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