Íbamos en un taxi por la Avenida de los Insurgentes cuando le dije a mis hijos, señalando el Poliforum Cultural Siqueiros: El pintor que hizo ese edificio horrible fue el señor que disparó la ráfaga de metralla que vimos ayer en la pared de la casa de Trotsky.
Mis hijos están acostumbrados a los museos, las lecturas, los recitales, pero eso no significa que les gusten o que prefieran visitar una galería a cualquier otra cosa: entre quedarse en casa a jugar parchís entre ellos dos —con el consecuente pleito a media partida— y contemplar por 10 segundos una obra maestra de nuestra cultura, ambos se decantan por el parchís sin la menor duda. “Vamos”, dijo el mayor, con el apoyo irrestricto de la chiquita. A dónde, les pregunté. A ese museo. Íbamos a otra parte, así que les propuse que pospusieran su deseo de consagrarse a la cultura para el día siguiente.
No sé, y nunca he podido averiguar, si la leyenda de la ráfaga de Siqueiros es real. Los agujeros están ahí, en la pared de la que era la habitación del ex-Comandante Supremo del Ejército Soviético durante la parte final de su exilio, y es estrictamente cierto que Siqueiros participó en el atentado, cuya ejecución sigue siendo nebulosa.
No creo que las balas hayan salido de un rifle automático amartillado por el muralista, que según su deposición ante el juez de primera instancia en Coyoacán, estaba buscando documentos mientras los charros que lo acompañaban bañaban de balas el dormitorio. Don León, se sabe, sobrevivió porque se tiró debajo de la cama y encima de ella se acostó su esposa.
Que la ráfaga impresa en la pared es la más radical de las firmas dejadas por Siqueiros en un muro es, hasta donde sé, pura voz popular. Una historia que se contaba en el barrio del Carmen cuando crecí ahí. Hace ya tantos años de eso que ahora ya no es una barrio sino una colonia, está lleno de gente con trocas gigantes y su punto de referencia esencial se ha transformado hasta ser indistinguible: la Casa Azul de Frida Kahlo fue, hasta que dejé la casa de mis padres a los 20 años, sólo una casa custodiada por el INBA. Si uno la quería conocer, tocaba el timbre y le abrían la puerta la señora y los hijos del poli que la cuidaba, se les daba propina.
No le dije nada de lo anterior a mis hijos, que se habían quedado tan impactados con la imagen del artista con metralla que estaban dispuestos, incluso, a visitar un museo —o una galería, o un teatro, o un café, o todo eso y lo que sea el edificio que la venenosa lengua vernácula chilanga ha bautizado como “el Colifrum” porque, efectivamente, parece un vegetal cultivado en el infierno. La mañana en que habíamos visitado la casa de Trotsky —había comida familiar y se habían puesto pesados, así que nos los llevamos a conocerla— yo tenía fresco en la cabeza el argumento de la estupenda El hombre que amaba a los perros, de Leonardo Padura, de modo que les pude hacer una crónica detalladísima sobre la vida de Ramón Mercader, esa perfecta máquina asesina que pudo clavarle un piolet en la frente a Trotsky cuatro meses después del complot fallido en el que participó Siqueiros.
Mientras visitaba el Poliforum con los niños —les encantó, por cierto— pensé que la violencia del México contemporáneo es la hija de esa otra violencia, ya mítica, de la primera mitad del siglo XX. No sé si hayamos empeorado, no sé si matar por dinero es peor que matar defendiendo ideologías —al final, en ambos casos se protege una ganancia. Pero la historia de los atentados de Mercader y Siqueiros, puesta junta, destila algo de cómico. Una potencia literaria que me seduce, tal vez precisamente porque no entiendo qué es lo que revela. Mientras el asesino perfecto, helado, planea y ejecuta un crimen que parecía imposible, un grupo de pistoleros tan llenos del ánima comunista como de tequila hacen un desmadre y fallan. Habría sido muy divertido que hubieran tenido que entregar cuentas en Moscú: “Cómo quiere, don Stalin, que nos lo hubiéramos chentado: la señora se puso en medio”.