Para Martha Hernández de
Castro, quien festejó su cumpleaños en el Salón Los Ángeles.

Una mañana de 1983, recibí en mi oficina, como subdelegado jurídico y de gobierno en Iztacalco, a Miguel B. Nieto. Me dijo que tenía un salón de baile, Los Ángeles, y que quizás yo no sabía de él. ¿Cómo no iba a saber si nací y crecí en la calle de Lerdo, a tres cuadras de ese ícono de la Ciudad de México?

En los años de mi niñez, el Salón, junto con las pulquerías y los cabarets que había en casi cada esquina, formaba parte del paisaje urbano de la colonia Guerrero, tanto como el tranvía que pasaba justo enfrente de mi casa y que tomaba por las tardes para ir a la prepa en el célebre Colegio de San Ildefonso.

Muchos años jugué con mis amigos en el jardín de Los Ángeles, hoy cubierto por una plancha de cemento, pero que sigue siendo un lugar al que acuden a jugar futbol los muchachos del barrio. En aquellos años podíamos salir a jugar sin más miedo que al padre Luna, que salía a corretearnos porque, según decía, estropeábamos el jardín de la Virgen.

La parroquia, erigida para Regina Angelorum, originalmente una ermita, se ubica allí desde hace más de 400 años. Pero para los muchachos de entonces no había alternativa: o jugábamos en el jardín o en la calle. Además del párroco, también nos perseguían de cuando en cuando los policías que pretendían remitirnos a la Quinta Delegación, el más temible de ellos era un vecino del barrio apodado El Satanás.

Ya como estudiante preparatoriano, podía regresar de alguna fiesta de madrugada, caminando desde la calle Guerrero hasta mi casa que se ubicaba entre Sol y Camelia. No había alumbrado público, la única luz que iluminaba precariamente era la de los letreros de los hoteles de paso (sé que todos los hoteles son de paso, sólo que unos de más corta estancia).

La única vez que he soñado estar metido en el corazón de una orquesta —una experiencia fascinante— fue con Acerina y su Danzonera y, vaya paradoja, interpretando Sueño Guajiro.

El sábado pasado el Salón Los Ángeles celebró sus primeros 80 años, abrió sus puertas el 2 de agosto de 1937, el mismo día dedicado a la Reina de los Ángeles. El salón estaba abarrotado. Como a las nueve y media de la noche llegó el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas; también estuvo allí, junto con otras personalidades, Roberta Jacobson, embajadora de EU, y Frank Guzmán, el jefe de la Oficina de la Presidencia.

Con sus ochenta años cumplidos, el Salón no ha envejecido. A ese amplio local acuden parejas y también hombres y mujeres solos que vienen de todos los rumbos de la Ciudad a pasarla bien. Los días de monotonía o de fatiga en la oficina, la fábrica o el taller, se compensan con las tardes de baile.

Aunque se dice que el baile es la expresión vertical de un deseo horizontal, aquí parecería desdecirse esa máxima: la mayoría baila por el gusto de bailar, pero si de repente una aproximación lleva a la otra, pues, ¡que se haga la voluntad de Dios!

En Los Ángeles parece por momentos que se congeló el tiempo: todavía subsiste uno que otro pachuco que parte plaza con su sombrero de ala ancha adornado con una pluma, un saco holgado que le llega casi a las rodillas, pantalón abombado y zapatos bostonianos de charol. Las señoras lucen sus mejores galas, se perfuman, se arreglan para bailar.

Sobre la pista de baile sobresale la sensualidad de las damas y la maestría de los caballeros; en el danzón, el hombre guía a su pareja con ligeros movimientos de la mano izquierda.

Recuerdo que una noche invité a mis queridos amigos y entonces colegas del CIDE María Amparo Casar y Carlos Márquez Padilla a conocer el Salón, porque “quien no conoce Los Ángeles, no conoce México”.

Hoy como ayer, las orquestas más reconocidas interpretan la música que no pasa nunca de moda porque es la más cercana a nuestra manera de sentir: danzón, chachachá, mambo…

Larga vida al Salón Los Ángeles, uno de los vestigios de una Ciudad y un México que no se debe morir.

Presidente de Grupo Consultor Interdisciplinario.
@alfonsozarate

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses