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Secuela de la propia experiencia nacional, de décadas de asedio de las potencias internacionales, México sostuvo como uno de los pilares de su diplomacia, el principio de “no intervención en los asuntos internos de otros países”. Se trataba de la diplomacia de una nación que, por carecer de poder militar, económico o tecnológico, hacía del Derecho Internacional su principal defensa.
Este principio le otorgaba a nuestro país una especie de blindaje ante la injerencia externa, principalmente, estadounidense. Era una manera de decir: yo no intervengo en los asuntos internos de otros, no intervengan ustedes en los míos. La “relación especial” de México con Estados Unidos tuvo como uno de sus componentes la tolerancia ante lo que hiciera el régimen para mantener la gobernabilidad, incluida la represión, Roger Hansen la llamó: “la paz del PRI”
Los gobiernos priístas pudieron someter violentamente las protestas de los ferrocarrileros o los maestros o, incluso, una rebelión estudiantil, como la de 1968, sin tener que sufrir una reprobación desde el exterior, quizás incluso encontrando simpatía, porque en Estados Unidos se vivía la Guerra Fría y el discurso de Díaz Ordaz sostenía que los estudiantes estaban infiltrados por comunistas.
La caída del Muro de Berlín y de la Unión Soviética señalaron el fin de la Guerra Fría y la emergencia de un nuevo orden internacional. En 1994, con el TLC, el gobierno mexicano pareció decirle al resto de naciones de América Latina que México cambiaba de código postal, que ya no era parte del subcontinente, ahora éramos parte de la América del Norte. Así, México dejó de ser el “hermano mayor” y la primera línea de defensa de los intereses latinoamericanos; perdimos peso e influencia en América Latina.
Enunciada en septiembre de 1930 y desde entonces eje de nuestra política exterior, la Doctrina Estrada postula que México no califica la legitimidad de un régimen, simplemente mantiene o retira a su embajador. En semanas recientes, con el agudizamiento de la crisis política en Venezuela, el gobierno de Enrique Peña ha decidido abandonar los viejos principios de nuestra diplomacia, aunque no es el primero; en agosto de 1981 el gobierno de José López Portillo suscribió con el de Francia una declaración reconociendo al Frente Farabundo Martí y el Frente Democrático Revolucionario, como una fuerza política representativa en El Salvador. Los descubrimientos de grandes yacimientos petrolíferos (Cantarel) parecían sustentar las fantochadas de López Portillo ante el presidente James Carter.
Pero hay algo que parece ignorar Luis Videgaray, el aprendiz de diplomático: si bien la Constitución establece que es facultad del presidente conducir la política exterior, le establece límites: la fracción X del artículo 89 enumera los principios que debe seguir en esa responsabilidad, entre estos, el de “no intervención”.
No dudo que en los años recientes mucho ha cambiado México y el mundo, y que deberíamos emprender una discusión sobre la vigencia de los llamados principios de política exterior, pero mientras no se reforme la Constitución, la injerencia en asuntos internos de otros países constituye una violación constitucional y, algo que quizás desestima este gobierno, entraña un riesgo político porque el que se lleva se aguanta y el Estado mexicano no podrá rechazar la injerencia externa en muchas materias y, como es evidente, tiene mucha cola que le pisen.
Por otro lado, no puede omitirse un hecho inquietante: que hoy el nuevo protagonismo de la diplomacia mexicana se da, no en contra, sino en completa sincronía con el gobierno de Donald Trump. ¿Jugaríamos el mismo papel que estamos asumiendo con Venezuela ante graves violaciones a los derechos humanos de gobiernos aliados de nuestro vecino del norte?
Hoy el gobierno de Nicolás Maduro camina a pasos acelerados hacia una dictadura, no sería extraño que, en sus arrebatos autoritarios, desencadenara una persecución aún mayor contra sus adversarios, que los lleve a prisión o incluso a la muerte. Un escenario en el que, como ha ocurrido en el pasado, el gobierno estadounidense podría invocar los precedentes de una OEA dócil, sumisa (“el Ministerio de Colonias”, le llamaron durante mucho tiempo), para promover injerencias no solo diplomáticas sino militares contra gobiernos incómodos como el de Maduro o el de Evo Morales de Bolivia, incluso, si fuera el caso, contra un gobierno incómodo en México.
Por eso importa, antes de arrumbar los principios, abrir el debate y definir las nuevas coordenadas de nuestra política exterior.
Presidente de Grupo Consultor Interdisciplinario
@alfonsozarate