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La guerra entre bandas criminales y el clima de violencia en amplias regiones del país siguen arrojando cifras de horror. Hoy sabemos, por ejemplo, que además de exhibir a sus víctimas como “mensajes” a la autoridad o al bando enemigo, algunos grupos delincuenciales decidieron ocultarlas en fosas clandestinas. El hallazgo más reciente es escalofriante: en Colinas de Santa Fe, Veracruz, se encontraron 253 cráneos, y el propio gobierno estatal reconoce la existencia de fosas clandestinas en al menos 44 de los 212 municipios de la entidad.
Como ha ocurrido en otros lugares, en Veracruz fueron los propios familiares de las víctimas quienes emprendieron la búsqueda. El silencio de los vecinos, que algo sabían o intuían, termina cuando quienes los interrogan no son autoridades, sino los deudos. Entonces sí dan señas, apuntan rumbos e, incluso, aportan croquis de los sitios donde, presumen, se enterraron cuerpos.
No hay manera de explicar la racionalidad criminal que lleva a asesinar a familias enteras, incluso a niños; a mutilar a sus víctimas o a secuestrar a un grupo de muchachos que salieron a festejar y, de regreso a casa, encontraron la muerte. Porque ya no se trata solamente del exterminio entre grupos antagónicos —lo que resultaría explicable porque así, con brutalidad extrema, se disputan los territorios— sino de simples ciudadanos que, quizás, se resistieron a pagar extorsiones o son asesinados por el mero gusto de sus victimarios de sentirse con el poder de decidir sobre la vida o la muerte.
En Veracruz, como antes en Tamaulipas o en Guerrero, ciudadanos comunes han sido víctimas de bandas que actúan a la luz del día, con la connivencia de autoridades y el silencio cómplice de la comunidad. Pero la pesadilla no se agota en esos estados; se extiende por los estados de Morelos, México, Jalisco, Nuevo León, Sinaloa, Chihuahua, Coahuila…
El pasado 16 de marzo, un testigo anónimo registró el momento en que unos policías entregaban a un grupo criminal a ocho personas en Culiacán, Sinaloa. Cuatro policías, plenamente identificados, fueron detenidos, pero muy pronto fueron liberados. Causa terror la manera en que el fiscal de Sinaloa, Juan José Ríos Estavillo, definió los tipos penales: delitos menores como abuso de autoridad, faltas en la prestación del servicio público…
¿Qué explica que una institución, el Ministerio Público, cuya razón de ser es servir y representar a la sociedad, evada tipificar esta acción como delito grave, por ejemplo, el de desaparición forzada? Esta laxitud ha sido crucial para explicar el descrédito de los sistemas de procuración e impartición de justicia en nuestro país. ¡Qué barato le resulta a los policías pactar con las bandas criminales!
En los días recientes han sido asesinados varios periodistas. Desde hace muchos años ejercer un periodismo crítico se ha convertido en riesgo mortal. El caso de Miroslava Breach, una periodista valiente que denunciaba la corrupción y los vínculos entre el poder político y el crimen organizado, sobrecoge y evoca el asesinato de Manuel Buendía el 30 de mayo de 1984. Las denuncias en su Red Privada —entonces, la columna más influyente de México— le ganaron las amenazas de traficantes de armas, caciques pueblerinos y grupos clandestinos de la ultra derecha; sobrevivió a todas esas, pero no pudo escapar a la sentencia de muerte dictada por quienes decidieron interrumpir sus investigaciones sobre los vínculos entre miembros de la Dirección Federal de Seguridad y el narcotráfico.
Se ha hecho muy poco, casi nada, para profesionalizar a las corporaciones policiales en los estados. Pero aun si se avanzara, serviría insuficiente mientras la institución del Ministerio Público siga a la deriva y los fiscales continúen —por ignorancia, ineptitud o corrupción— armando averiguaciones previas deliberadamente inconsistentes. Tampoco avanzaremos mientras tantos jueces, como Anuar González Hemadi, el juez federal que amparó a Diego Cruz, uno de los porkys, sigan dictando resoluciones aberrantes.
Presidente de Grupo Consultor Interdisciplinario
@alfonsozarate