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Quizá el texto de una manta que portaba un grupo de ciudadanos el sábado 7 de enero, durante su marcha al Zócalo capitalino, sintetiza buena parte del sentir popular: “No falta dinero, sobran ladrones”. Y es que las revelaciones y lo que mira la gente sobre las trapacerías de algunos miembros de la clase política muestra que no tienen llenadera: el desvío de miles de millones de pesos de los contribuyentes en sobreprecios para obras públicas, la renta de aeronaves que llega a sumar mil millones de pesos (sólo en la administración de Roberto Borge en Quintana Roo); los bonos, gratificaciones y raterías de todo orden. La gente se rebela ante la única ley que prevalece en México, la Ley del Embudo, y ante la miseria moral que se extiende por gran parte de la burocracia gobernante.
El “mal humor” colectivo alcanza distintas dimensiones. Una se manifiesta en privado, en el diálogo entre amigos o conocidos; desfogue que se agota en la charla de sobremesa y no tiene mayor repercusión. Otra es la que se expresa desde el cuasi anonimato de las redes sociales y que se caracteriza por el arrebato verbal: injurias, mentadas de madre, y la exigencia de que se largue el Presidente.
Una más se traduce en acciones de protesta a ras de suelo; es el gesto enérgico de una sociedad que renuncia al conformismo, a un silencio que pareció otorgarle a quienes nos gobiernan licencia para robar y que ahora expresa un reclamo esencialmente democrático.
Y, finalmente, está la forma más inquietante: la irrupción violenta en almacenes comerciales para saquearlos y que lleva a los asaltantes a enfrentar a la policía con palos, tubos y armas punzocortantes. Allí aparecen, lo mismo, quienes padecen la ausencia o precariedad de los servicios urbanos (agua, seguridad, transporte, limpia, etcétera), que delincuentes o infiltrados que viven sus horas de “recreo” sin consecuencias porque saben que la impunidad está garantizada. Esta última forma de “protesta”, radical o delincuencial, provoca una percepción de ingobernabilidad que daña la imagen del país en el exterior.
Y, frente a todo esto, el Acuerdo para el Fortalecimiento Económico y la Protección de la Economía Familiar, firmado en Los Pinos el lunes pasado, parte de un error de diagnóstico: pensar que el incremento al precio de las gasolinas es el principal desafío a atender.
No es el gasolinazo lo que originó esta erupción de furia sino la acumulación de agravios. El aumento y sus previsibles impactos fue sólo el detonante de una irritación que viene de lejos y tiene muchas razones: los “arreglos” que involucran a miembros del grupo en el poder con un puñado de empresarios; la depredación de Pemex —por vía sindical, política y partidista— que convirtió a la más importante empresa nacional en una colección de fierros; el dispendio de gobernantes, legisladores y altos burócratas que contrasta con la austeridad que se le impone al resto de la sociedad; los pobres resultados de las “reformas estructurales”, muy lejos de las “bondades” que, nos dijeron, cambiaría el rostro del país; una reforma fiscal expoliadora y, por si fuera poco, el silencio y la ausencia de una estrategia ante las ofensas y las amenazas de Donald Trump. Todo ello genera una sensación de burla, de engaño, que rebasa por mucho la simple incompetencia, la imprevisión, la insensibilidad.
Pero, además, el Acuerdo deja en el limbo la manera como se concretarían los compromisos. ¿Cómo coadyuvarán los organismos empresariales a evitar que se incurra en un incremento indiscriminado de precios de bienes y servicios? ¿Cómo “intensificará” el sector laboral —representado por un cascarón corporativo como la CTM— los procesos de productividad que permitan incrementar la competitividad? ¿Qué hará el sector agropecuario para mejorar la productividad del campo en beneficio de los pequeños y medianos productores?
En suma: un puñado de buenas intenciones (llamados a misa), ayunas de contenido. Y, esto, para no hablar de la notoria ausencia de actores con una responsabilidad ineludible: gobernadores, dirigentes partidistas, coordinadores de los grupos parlamentarios en el Congreso de la Unión...
La verdad es que los mexicanos estamos hartos de esas puestas en escena, de que no cambie la cultura del “agandalle” de la clase política y de que nos anuncien “decisiones dolorosas, pero necesarias” que, aunque no quisiéramos, podrían despertar al México bronco.
Presidente de Grupo Consultor Interdisciplinario.
@alfonsozarateA