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Con Fidel Castro Ruz se va el último de los grandes del siglo XX, constructor de una utopía que sedujo a millones de jóvenes, hombres y mujeres en América Latina: la del “hombre nuevo” que se negaba a erigirle un altar al dios dinero; la que sostenía que no había razón alguna que justificara que quien sudaba la camisa en sus duras jornadas, ganara mucho menos que quien no la sudaba.
La utopía de una pequeña isla convertida en “territorio libre de América”... De la guerra de guerrillas como instrumento liberador ante los soldados de las dictaduras... De una nueva concepción de la democracia frente a la “democracia burguesa”, en la que el pueblo sólo tenía ocasionalmente el derecho a escoger de entre uno y otro representante de la oligarquía…
Recuerdo la Cuba del 26 de julio de 1968, el acto mayor en Santa Clara y, después, el carnaval en las calles de La Habana para celebrar el XV aniversario del asalto al cuartel Moncada. Los grandes espectaculares con las imágenes de Fidel, el Che y Camilo Cienfuegos. Y también recuerdo lo que me dijo, emocionada, una camarista: “Solo lamento que no viviré lo suficiente para ver florecer a mi Cuba”. De ese tamaño era la esperanza.
En sus primeros años la revolución alcanzó logros impresionantes: eliminó el analfabetismo, acabó con la desnutrición infantil, impulsó la salud y el deporte (consiguió el mayor número de medallas olímpicas de América Latina).
Pero, como decía un viejo profesor inglés, “los revolucionarios no están a favor de la revolución, sino de su revolución, y llaman a quienes se les oponen contrarrevolucionarios”. Así, “la dictadura del proletariado” resultó la dictadura sobre el proletariado y Fidel devino no sólo en el comandante supremo: padre, leyenda, mito viviente, retratado en canciones, carteles y poemas.
¿Qué trastocó las ideas primeras? Quizás, que una vez en el poder, los guerrilleros enfrentaron la disyuntiva: honrar los compromisos de Sierra Maestra los confrontaría con los intereses de quienes realmente mandaban en Cuba, los estadounidenses, que eran los dueños de hoteles, casinos, ingenios y las mejores tierras. La ruptura fue inevitable. Confrontarse con el imperio era más que una osadía, casi un suicidio, pero el enorme respaldo popular lo hizo posible.
En plena “guerra fría” el gobierno revolucionario no tenía opciones: rendirse ante Estados Unidos y malograr la revolución, o refugiarse en los brazos del otro poder planetario, la Unión Soviética. Optó por esto último. Así, creo, se selló el destino de la Revolución Cubana.
Cuba se convirtió en el alfil de los soviéticos: con el apoyo ruso alentó y patrocinó movimientos guerrilleros en América Latina, tierra de pobreza brutal infestada de dictadores, pero también llevó sus brigadas a Angola y Namibia.
Cuando Fidel se asumió como marxista-leninista en 1961, le ofreció al gobierno estadounidense el argumento que necesitaba para aislarlo. En enero de 1962 los cancilleres de América reunidos en Punta del Este, Uruguay, decretaron la expulsión de Cuba de la OEA. Fue el propio canciller mexicano, Manuel Tello, quien aportó el argumento de la incompatibilidad de un régimen marxista con las democracias de América.
El bloqueo decretado por Estados Unidos lastimó severamente la economía cubana y el acoso permanente, que incluyó innumerables intentos para asesinar a Fidel y la invasión en Bahía de Cochinos, sería el pretexto para instaurar un régimen policiaco: los Comités de Defensa de la Revolución (CDR) en cada manzana mantendrían la vigilancia sobre la gente común; el único espacio para la disonancia serían las cárceles.
La economía siguió atada al azúcar y la caída del bloque soviético privó a Cuba de los subsidios indispensables para sobrevivir. De alguna manera los reemplazó la Venezuela de Hugo Chávez, con su petróleo; pero hoy parece que sólo el turismo y las remesas que provienen de EU le dan un respiro, por lo que el triunfo de Donald J. Trump anticipa tiempos duros para la isla y mayor cerrazón política para los cubanos.
La muerte de Fidel deja una sociedad dividida. Un sector, esencialmente formado por viejos, que reconoce lo que cambió con la revolución; y otro, mayoritariamente joven, que quiere acelerar las transformaciones incipientes: dice “no” al pensamiento único, a la persecución de los disidentes, y reclama respeto a los derechos humanos, libertad y democracia.
Presidente de Grupo Consultor Interdisciplinario.
@alfonsozarate