Las acciones de inconstitucionalidad contra tres gobernadores y tres Congresos estatales, presentadas por la PGR el lunes pasado, constituyen un mensaje inusualmente rudo del presidente Peña Nieto para aquellos que, siempre se creyó, eran parte de su grupo, sus colegas de “la generación del cambio”. Es, también, una descalificación rotunda a quienes, en su delirio, se creyeron faraones, y a los legisladores que justificaron tranzas y acataron dócilmente disparates.

Desde siempre, el sistema político —sólo federal en apariencia— dispuso de instrumentos para garantizar el control del titular del Ejecutivo sobre los gobernadores. Algunos presidentes, como Lázaro Cárdenas, sustituyeron a un gran número de gobernadores. Durante el mandato de Carlos Salinas de Gortari, al menos siete gobernadores debieron dejar sus puestos; incluso Miguel de la Madrid “operó” a través de su secretario de Gobernación, Manuel Bartlett, la remoción de tres mandatarios.

Por eso, no sorprende que el presidente Peña haya recurrido a uno de los mecanismos a su disposición para frenar a tres gobernadores enloquecidos (Javier Duarte, de Veracruz; César Borge, de Quintana Roo, y César Duarte, de Chihuahua), sino la dilación para responder a lo que hace tiempo era un clamor popular y que contribuyó a la dura derrota del PRI en las elecciones del 5 de junio.

¿Qué pactos o arreglos secretos parecían garantizar la impunidad de estos reyezuelos? ¿A partir de qué base imaginaron que podían llevar sus arrebatos más allá de toda razón?

Como era previsible, las acciones de inconstitucionalidad produjeron efectos inmediatos: frenaron los movimientos de estos gobernadores que buscan blindarse con reformas apresuradas a las constituciones locales; las designaciones de última hora de fiscales anticorrupción “inamovibles” y contralores y magistrados a modo, al tiempo que estaban en curso decisiones que buscaban “reventar” las finanzas de los que llegan (como la basificación de miles de servidores públicos).

Lo que sorprende es que, ante el desaseo sistemático en esas entidades, hubieran podido transitar casi seis años sin que se pusieran en acción los mecanismos democráticos de control o los diversos instrumentos legales, políticos y sociales existentes para frenar y castigar los excesos.

Además de condiciones propias en cada estado, la explicación apuntaría a un severo déficit de institucionalidad democrática: las procuradurías de justicia o fiscalías, supuestamente autónomas, están sometidas a los gobernadores; la división de poderes que, en el diseño constitucional, debía servir para controlar al Ejecutivo, tampoco opera porque tanto el Legislativo como el Judicial están intimidados o cooptados.

Súmese a lo anterior el hecho de que la mayoría de los medios de comunicación locales están comprados o intimidados y, quizás por razones similares, la acción independiente de organismos cívicos, empresariales y académicos es casi inexistente.

La Auditoría Superior de la Federación (ASF) ha comprobado desvíos e, incluso, la desaparición de miles de millones de pesos en esas y otras entidades. Sin embargo, por motivos inexplicables, las investigaciones del Ministerio Público federal no arrojan resultados.

Al margen de esto, el gobierno federal dispone de otros instrumentos de control y contención; destaca el aparato de inteligencia civil del Estado, el Cisen, que tiene los expedientes negros de gobernadores y altos funcionarios estatales: negocios ilícitos, patrimonialismo, vínculos con el crimen organizado… Lamentablemente, sólo se usan contra los enemigos.

En lo político, el partido que postuló a estos personajes, el PRI, debió desde hace tiempo enviar un claro mensaje de reprobación a esas prácticas. Apenas lo hizo tibiamente la presidenta interina, Carolina Monroy, y ahora, de manera rotunda, Enrique Ochoa.

Los tres gobernadores mencionados dejan deudas enormes y muy pobres resultados en materia de salud, educación, empleo e infraestructura; en seguridad, una descomposición que se expresa en el contubernio de policías estatales y municipales con las bandas criminales, como ocurre en Veracruz. En esta entidad, la administración del todavía gobernador llegó a desviar recursos multimillonarios hacia empresas fantasmas, que el SAT ya está investigando, mientras que la de Borge diseñó toda una trama de simulaciones para despojar de su patrimonio a empresas nacionales y extranjeras establecidas en Quintana Roo.

La impunidad es el mayor incentivo para reproducir estos comportamientos. De ahí que, mientras no se impongan castigos ejemplares a quienes han traicionado a la ciudadanía, seguirán reproduciéndose este tipo de prácticas y de políticos.

Presidente de Grupo Consultor Interdisciplinario.

@alfonsozarate

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses