La imagen es insólita. La mirada perdida, ajena, de un hombre humillado, sentado a la orilla de la cama en una habitación de un hotel a las afueras de Los Mochis, a quien apenas cubre parcialmente el pecho una camiseta mugrosa y, como señal contundente de la derrota, los brazos débiles que dejan ver las manos esposadas. La fotografía que da la vuelta al mundo se aparta dramáticamente de la imagen de un poderoso jefe de jefes; es la de un individuo vencido.

Joaquín Guzmán Loera, el de dos escapes legendarios de cárceles “de máxima seguridad”, volvió a caer y, quizás, esta vez de manera definitiva porque una nueva fuga sería “imperdonable” y porque se construyen ya los arreglos institucionales para su entrega a las autoridades norteamericanas.

En un escenario nebuloso para México, con una violencia delincuencial que no cesa, la moneda depreciada, el precio de la mezcla mexicana del petróleo por los suelos, una economía estancada y una aproximación crítica desde el exterior —como lo exhibe un editorial reciente de The New York Times—, la recaptura de Guzmán Loera le da un respiro al gobierno del presidente Enrique Peña Nieto; pero es absolutamente insuficiente para darle un quiebre al humor colectivo porque lo más importante: recuperar la tranquilidad, generar bienestar a la mayoría de la población, permanece sin cambio y porque la gente sabe que la impunidad sigue siendo el sello que caracteriza a los sistemas de procuración y administración de justicia en nuestro país.

Poco después del mediodía del viernes 8, el Presidente de la República anunció a través de un tuit la recaptura del criminal más buscado por la justicia mexicana. “Misión cumplida: lo tenemos…”, escribió en su cuenta de Twitter a las 12:19 pm. Unas horas más tarde, en un acto celebrado en el mismísimo Palacio Nacional, Peña Nieto hizo el anuncio oficial.

Sorprende que un poderoso narcotraficante, que invirtió tanto tiempo y recursos para planear su fuga, no haya garantizado con igual cautela su “libertad”; que haya decidido volver a su querencia: esconderse en las tierras que lo vieron nacer y crecer, desde donde fincó su imperio criminal.

Pero la recaptura de El Chapo Guzmán no tapa el túnel, el boquete, que dejó su fuga, no sólo en el sistema penitenciario, sino en el sistema de seguridad en México. Quedan muchas dudas y cabos sueltos que impiden celebrar la recaptura de El Chapo como un signo de la “fortaleza de las instituciones nacionales”. Por una parte, las contradicciones en torno al operativo que condujo a su captura: no hay una, sino varias versiones oficiales que no empatan. Según los primeros reportes oficiales, durante la madrugada del 8 de enero —y tras una denuncia anónima— elementos de la Marina iniciaron operaciones para someter a miembros del crimen organizado en Los Mochis, Sinaloa. A diferencia de anteriores trabajos quirúrgicos donde no se registraba disparo alguno, en esta ocasión los elementos federales se trabaron en una reyerta con lugartenientes del Cártel de Sinaloa, lo que arrojó un saldo de cinco muertos y seis detenidos.

Las fuerzas federales han demostrado su capacidad para diseñar e instrumentar con éxito operativos hacia objetivos altamente prioritarios. Pero, sólo un ejemplo, permanece en duda la “versión histórica” de la desaparición de los normalistas la noche trágica de Iguala, y algo más: a las capturas de Guzmán Loera no ha seguido el desmantelamiento del cártel, ni siquiera la identificación y encarcelamiento de quienes integraron las redes de protección política, tanto a nivel local como federal, que le permiten operar. Acaso la tercera sea la vencida. Por el momento, la celebración oficial debería moderarse. La misión, de fondo, no ha sido cumplida.

Presidente de Grupo Consultor Interdisciplinario

@alfonsozarate

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