“Recepción en Palacio
ahí se ve mucha gente
políticos, periodistas
y también gente decente”.
Emilio Carballido
(‘Silencio pollos pelones’)
Quizás la nota más comentada del festejo conmemorativo de El Grito en el Zócalo de la capital de la República fue el acarreo de entusiastas gritones desde Coacalco, Ecatepec, Tultitlán y Tlalnepantla.
La maquinaria política del gobierno del Estado de México operó la movilización. Miles de empleados públicos, jóvenes y adultos mayores fueron trasladados hasta la Plaza de la Constitución el pasado 15 de septiembre. Es posible que detrás de esta acción estuviera el intento de responder a distintas convocatorias que circularon por las redes sociales para impugnar al Presidente durante la arenga (el horno no está para bollos). Otros llamaron a no acudir al Zócalo dizque porque sería “apoyar al Presidente”, cuando se trata de un festejo popular que no le pertenece a nadie, ni siquiera al titular del Ejecutivo; o, en el colmo de la supuesta “indignación” y el fingido desencanto, porque “México no tiene nada que celebrar”.
Para contrarrestar el efecto de los antagonistas, nada mejor que la disciplinada cohesión de las fuerzas vivas mexiquenses.
Lo primero, antes de abordar los autobuses, fue el almuerzo (¿alguien recuerda la Operación tamal?) y ya con la barriga llena, los entusiastas porristas fueron trasladados al corazón mismo de la ciudad de México, donde fueron ubicados debajo del balcón principal muchas horas antes de que el presidente Enrique Peña diera El Grito.
No se sabe cuánto se invirtió ni de dónde salieron los recursos para la renta de los camiones, más los incentivos para los “espontáneos”: una torta, dos barras integrales y cinco caramelos; la oportunidad de disfrutar la música de La Arrolladora Banda Limón y una “lanita” que, al parecer, fluctuó entre 400 y 700 pesos.
En buena medida, estas celebraciones cívicas nos permiten tomarle el pulso al humor colectivo. En el último año de Miguel de la Madrid —un sexenio de estancamiento, después de los dispendios y el desorden de López Portillo—, lo que prevaleció fue el desánimo; “un Zócalo prácticamente vacío, silencioso, triste, como nunca antes había atestiguado”, escribió la periodista Martha Anaya. Con Felipe Calderón empezó el establecimiento de retenes para controlar el acceso a la plaza, medida que se acentuó después de la experiencia del bombazo en Morelia.
Distintos episodios han trastocado las tradiciones, los rituales de la clase política y hasta los más entrañables motivos para el jolgorio popular. El primero de mayo de 1984 —ceremonial que, por más de medio siglo, había sido de loas al señor presidente— se dieron hechos que propiciaron el alejamiento (físico, espacial, no espiritual) del presidente y las masas obreras: algún marchista “radical” lanzó una bomba molotov hacia los balcones de palacio. Alejandro Carrillo Castro, entonces director del ISSSTE, sufrió serias quemaduras. A partir de ese día, en el gabinete de seguridad nacional se diseñó una estrategia para alejar los contingentes de la fachada de Palacio Nacional; nadie, ni el mejor pitcher, podría alcanzar con un proyectil al balcón presidencial. Años después, el festejo de las burocracias sindicales se trasladó al recinto, casi clandestino, del Congreso del Trabajo.
Distancia y distanciamiento dictados por la circunstancia. Las nuevas necesidades del “control de multitudes” marcan la pauta. Aunque el pasado 15 de septiembre, cuando el presidente Peña Nieto apareció en el balcón y cumplió el rito, otra multitud representativa de los muchos que todavía no reciben las bendiciones de las reformas estructurales, lanzó otros gritos que no pudieron acallar los acarreados.
Presidente de Grupo Consultor Interdisciplinario.
@alfonsozarate