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La salud de un jefe de Estado, física como mental o anímica, tiene fuertes implicaciones políticas y de gobernabilidad; al grado de constituir, en situaciones críticas, un factor clave para la “seguridad nacional”. Riesgo que, en el caso mexicano, se acentúan dado el enorme poder que la Constitución y la costumbre depositan en un solo hombre.
Pese a lo anterior, es muy escasa la atención de especialistas a un tema donde prevalecen las leyendas oscuras, los rumores interesados o el delirio de “cazadores” de conjuras palaciegas.
Naturalmente, el abordaje de un asunto tan espinoso supone transitar por el desfiladero del juicio de valor y atravesar las fronteras de lo público y lo privado. ¿Cuáles son los límites infranqueables de la intimidad de una “figura pública” que asume, temporalmente, la conducción de la República? Inevitable recordar, en esa perspectiva, la saga de ocurrencias y disparates labrada en bronce por Vicente Fox, generalmente atribuida a severas depresiones.
Aunque, quizás, lo que Fox mostró en repetidas ocasiones expresaba algo más que ingenuidad: fragilidad de ánimo, personalidad quebradiza. Sospecha que se “confirmaría” con el expediente de la Sacra Rota Romana que dictaminó la anulación de su primer matrimonio a partir de un diagnóstico inclemente: “grave trastorno de personalidad”.
Más a ras de suelo, en sus conversaciones con el periodista Luis Suárez, el ex presidente Luis Echeverría subrayaba la importancia de la salud como uno de los ingredientes que debía considerar el Gran Decisor: “La experiencia indica que algunas de las razones para la selección de un candidato presidencial deben ser precisamente su fortaleza física y su buena salud, que no sólo existan, sino que lo parezcan. Tienen que existir —insistía Echeverría—, porque ese puesto tan ansiado de la Presidencia acabaría con los físicamente endebles. Y el deterioro de la imagen física es, entre nosotros, el deterioro de la imagen política” (Echeverría en el sexenio de López Portillo, 1984).
En estos días de destapes tempraneros, el principal enemigo del aspirante más claramente perfilado rumbo a 2018, Andrés Manuel López Obrador, no es el PRI ni la eventualidad de una alianza general para evitar que despache en Los Pinos, sino la condición vulnerable de su salud.
Nada del otro mundo, en realidad. Salvo que en el país de las simulaciones es de pésimo gusto —y mal agüero— hablar de lo innombrable. No obstante que, siempre democrática, en las últimas semanas la muerte se ha ensañado con hombres de poder de distintas generaciones: Manuel Camacho Solís, senador de la República, a los 69 años; Juan Molinar (funcionario del gobierno calderonista) a los 59, y Sebastián Lerdo de Tejada (director general del ISSSTE en funciones) a los 49.
Gajes de la vida. Imponderables de la fortuna y la dinámica salud-enfermedad que, en el caso de servidores públicos con un alto nivel de responsabilidad, obligarían a definir con mayor precisión y transparencia protocolos institucionales para encarar emergencias. ¿Lo ameritaba la reciente intervención quirúrgica al presidente Enrique Peña Nieto, segunda en lo que va de su administración? Para un hombre a punto de cumplir los 50 años, la operación de vesícula no implica riesgos; y, como es evidente, su recuperación ha sido rápida y satisfactoria. Aun así, viejos y desorbitados rumores encontraron terreno para circular en las redes sociales.
El manejo oportuno de la información neutralizó las turbulencias. Sin embargo, es previsible que en lo sucesivo haya un escrutinio mayor sobre la salud y la apariencia del titular del Ejecutivo. Sería prudente, en consecuencia, replantear los propósitos de la agenda para dar paso a una Presidencia menos “vistosa”, sujeta a un desgaste físico y mental sin sentido, y más concentrada en lo que realmente importa. Porque la precariedad de su salud, incluso su mera “apariencia”, podría generar tensiones innecesarias en el sistema político.
@alfonsozarate