Las elecciones de este domingo, uno de los momentos cruciales de nuestra democracia, llegan en un momento difícil, cuando las malas cuentas de los gobiernos y el descrédito de partidos y políticos han generado una sensación de hartazgo y repudio.

¿Cómo votar cuando la pérdida de confianza en las instituciones es la nota común? Ello explicaría, en parte, el abstencionismo: un alto porcentaje de ciudadanos no le ve sentido a acudir a las urnas porque siente que no hay opciones; otros se proponen hacerlo, pero con el propósito de anular su voto, forma desencantada de expresar su rechazo a los partidos. Desgraciadamente, a la mayoría de los políticos les tiene sin cuidado el abstencionismo o la anulación; les basta y sobra con que sus clientelas lleguen a la cita y algunos despistados sufraguen por ellos. No hay en nuestras leyes un castigo por una votación exigua.

¿Cómo votan los que votan? Quienes suelen decidir los resultados son los grupos más afines, cercanos y/o “amarchantados” con los partidos mayores, el “voto duro” de quienes mantienen su preferencia por unas siglas, independientemente de los candidatos y las ofertas. En la medida en que crecen el abstencionismo y el voto nulo, cobra importancia el “voto duro”.

Las elecciones intermedias suelen ser, de alguna forma, un plebiscito sobre el gobierno federal en funciones. El “voto de castigo” o “en defensa propia” reprueba a los candidatos del partido cuyo gobierno entrega malas cuentas.

Algunos electores votan por figuras que representan un modelo a imitar o admirar, de allí que muchos partidos estén optando por figurines visualmente atractivos, es “el voto aspiracional”.

Un segmento de los electores premia o castiga al candidato y al partido según las posturas que adopten en temas que estima cruciales, como el aborto o el matrimonio entre personas del mismo sexo; es el “voto ético”.

Una modalidad del sufragio que puede ser (y ha sido) clave es “el voto útil”, que pretende incidir en el resultado aun cuando el candidato no sea el de sus preferencias. En 2000 se conoció como “el voto útil por el inútil”. Muchos electores optaron por Fox para castigar al PRI y porque, sin ser su opción primaria, tenía mayores posibilidades de derrotar a Francisco Labastida.

Los pragmáticos ejercen el “voto por conveniencia”, que responde a las supuestas ventajas que el ciudadano imagina obtener con el triunfo de ese candidato o porque ha sido embaucado por una propaganda tramposa, pero eficaz, como la de los “verdes”.

En 1994, el año terrible, en un escenario de incertidumbre derivado del alzamiento indígena en Chiapas y el posterior asesinato de Luis Donaldo Colosio, se produjo el “voto del miedo” que llevó a Ernesto Zedillo a la Presidencia.

Por desgracia, muchos votantes votan a lo tarugo, llegan a la casilla y cuando tienen enfrente la boleta deciden marcar “a ciegas”, por el que sea. Y, finalmente, está el “voto reflexivo”, que responde a un análisis riguroso sobre el candidato, su trayectoria, su equipo... Modalidad casi imposible, dada la opacidad que caracteriza a la inmensa mayoría de “nuestros” candidatos, que ni siquiera se atreven a hacer público el más elemental currículum vitae.

Las condiciones adversas que sufre el país reclaman una revisión seria de lo que está más allá de las fachadas. Porque, a final de cuentas, con o sin nuestro hartazgo e indiferencia, los políticos electos definirán el destino colectivo en los próximos años.

Posdata. Con profunda pena comunico el sensible fallecimiento de la Reforma Educativa. Pero la buena nueva es que la energética sigue en pie. Emilio Lozoya y otros ex colaboradores de OHL lo garantizan.

Presidente de Grupo Consultor Interdisciplinario.
@alfonsozarate

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