Aunque es añeja la costumbre de nuestra clase política de abusar del cargo para enriquecerse y enriquecer a su parentela y socios, por momentos la corrupción alcanza niveles inauditos. Éste, por desgracia, es uno de esos momentos.
Las cifras del dinero público desviado de su objetivo para satisfacer la voracidad de funcionarios y contratistas es incalculable; sin embargo, sólo de vez en vez aparecen testimonios de trapacerías que se ocultan con asignaciones directas, concursos simulados, precios inflados de obras públicas o, incluso, pagos por obras de pésima calidad o que nunca se realizaron.
Las comaladas de millonarios que surgen cada sexenio, como denunciaba Emilio Portes Gil, tienen un duro costo social: en el atraso que persiste en muchas regiones, en las terribles carencias de las instituciones de salud y educativas, en la insuficiente infraestructura que debería detonar el desarrollo, en la pobreza extrema y la miseria de millones de mexicanos.
En las conversaciones difundidas hace unos días entre directivos de la empresa OHL, hay un reconocimiento explícito de la estafa que significa la construcción del Viaducto Bicentenario, una obra que iba a costar 4 mil millones de pesos y alcanzará los 12 mil millones, así como en los cálculos sobre tráfico de vehículos por esas vías.
Si, como se escucha en la grabación, en esa operación la firma española “se chingó tres mil millones”, ¿a dónde y a quiénes fueron a parar los miles de millones del sobreprecio de la obra?
Ante el escándalo, el gobernador del Estado de México, Eruviel Ávila, anunció que la Contraloría mexiquense realizará auditorías de la construcción y la contabilidad del circuito vial, y apenas el domingo dio a conocer que aceptó la renuncia del secretario de Comunicaciones, Apolinar Mena Vargas, quien deberá pagar una multa de 189 mil pesos. Sin embargo, al mismo tiempo tiende una sombra de opacidad sobre estos arreglos tan onerosos para las finanzas públicas, pues el título de concesión del Viaducto Elevado Bicentenario fue reservado hasta el término de la concesión, es decir, hasta 2038.
Además de sancionar severamente a OHL, una investigación seria tendría que determinar las responsabilidades que corresponden a quienes aprobaron los términos abusivos e ilícitos de esta concesión en 2008, durante la administración del gobernador Enrique Peña Nieto y cuando el secretario de Comunicaciones era Gerardo Ruiz Esparza.
El escándalo de OHL, como antes los de Grupo Higa, Hermes y otros contratistas apapachados por la clase política mexiquense, confirma su lógica: hacer negocios desde y para el poder.
La corrupción gubernamental siempre encontró en la obra pública la veta mayor para concretar “arreglos” políticos y amasar cuantiosas fortunas. A través de jugosos contratos se apaciguaron los ánimos levantiscos de algunos generales, y los moches, en efectivo o especie, acrecentaron el patrimonio de los funcionarios.
Los costos de esta colusión funcionarios-contratistas no se limitan al espacio federal; se expresan también en diversas entidades federativas, como ocurre con el caos urbano de la ciudad de México: en la violación de reglamentos y planes rectores para levantar torres en zonas restringidas sin atender requerimientos mínimos de sustentación, como denuncian vecinos en las Lomas de Chapultepec y como se experimenta en el llamado Nuevo Polanco; también, sin duda, en el desastre de la Línea 12 del Metro, cuya suspensión parcial ha revelado decisiones inconcebibles que podrían constituir delitos. Nada de esto se explicaría sin la colusión de autoridades y desarrolladores inmobiliarios.
¿Hasta dónde va a llegar el atraco y el descaro? ¿No hay límites éticos, legales, para esta cofradía?
Presidente de Grupo Consultor Interdisciplinario.
@alfonsozarate