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Como un fuerte revés diplomático, por decir lo menos, ha sido considerada la fallida reunión de la OEA auspiciada la semana pasada por el gobierno mexicano en Cancún. El fracaso de dicha reunión ha confirmado que nuestro país carece de una política exterior, que se han abandonado los principios de no intervención y el respeto a la autodeterminación de los pueblos, que durante décadas contrastaron con la política intervencionista de Estados Unidos, que concibe a América Latina y el Caribe como su patio trasero.
Se trata de una secuela del “comes y te vas” de Vicente Fox, al condicionar a Fidel Castro su presencia en la Cumbre de las Américas (2002), así como de la actitud militante de Felipe Calderón, para quien la política exterior se circunscribió a fortalecer sus alianzas con las derechas en el mundo.
El novel canciller mexicano, cuya irrupción en la diplomacia fue invitar al candidato Donald Trump a Los Pinos, apostó a fortalecer su cercanía con el gobierno estadounidense, impulsando una resolución que buscaba condenar las prácticas antidemocráticas y la violación de los derechos humanos del régimen de Nicolás Maduro, exigiendo la libertad de los presos políticos y llamando a enfrentar la crisis humanitaria que atraviesa Venezuela, dando cuenta de un singular cinismo, cuando ante el secretario general de la OEA se denunciaron las prácticas fraudulentas en las elecciones del Estado de México y en Coahuila; cuando más de una decena de ex gobernadores enfrentan o eluden la justicia por corrupción; cuando en nuestro país se asesina a periodistas, se espía a opositores y a defensores de derechos humanos; cuando nuestro territorio se ha convertido en una enorme fosa clandestina; dónde suman más de 30 mil desaparecidos, y donde la violencia delictiva y criminalización de migrantes centroamericanos han conducido a una profunda crisis humanitaria.
La tecnocracia gubernamental ha insistido en que México no debe mantener una política exterior regida en “principios obsoletos” y que es necesario asumir definiciones ante los problemas que enfrentan distintas naciones, para justificar la subordinación de su política exterior a los intereses estadounidenses. Se trata de un argumento falaz. La no intervención en los asuntos internos de otros países y el derecho a la autodeterminación de los pueblos no implica indefinición cuando se vulneran derechos humanos o los principios democráticos en algún país.
Ejemplos hay muchos. Basta recordar la ruptura de relaciones con España, el establecimiento de la sede del gobierno republicano en la Ciudad de México y la acogida al exilio español durante la dictadura de Francisco Franco. La ruptura de relaciones con las dictaduras sudamericanas y el asilo otorgado por el gobierno mexicano a decenas de perseguidos políticos de Argentina, Brasil, Chile y Uruguay, entre otros países, en los años setenta, o la mediación de la diplomacia mexicana entre el gobierno de El Salvador y el Frente Farabundo Martí para alcanzar el Acuerdo de Paz de Chapultepec en 1992 que puso fin a la guerra civil en ese país.
Por donde se vea, la diplomacia mexicana ha sufrido un fuerte revés. El desaire del gobierno norteamericano, con quien se pretendía congraciar promoviendo una resolución contra el gobierno venezolano, al enviar a un subsecretario. La falta de oficio al presentar un proyecto de resolución que no contaba con los votos necesarios para su aprobación; hasta la acusación de la canciller venezolana durante las sesiones, refrendada por Trump posteriormente para mala fortuna del gobierno mexicano y su canciller, de que México es el segundo país más violento del mundo, confirman el desatino y fracaso de una reunión que pone en evidencia al endeble gobierno mexicano.
Bien haría el gobierno de Peñas Nieto en encarar los profundos problemas de nuestro país y no pretender distraer la atención pública buscando la paja en el ojo ajeno. Un buen inicio sería atender la declaración del general Salvador Cienfuegos, secretario de la Defensa Nacional, quien señaló durante la inauguración del taller Obligaciones y Responsabilidades bajo el Sistema Nacional Anticorrupción, que: la corrupción y la impunidad se han convertido en un “complejo fenómeno que ha dañado nuestra democracia, nuestra economía, profundizando la desigualdad e incrementado la violencia”.
Aunque debo reconocer que en algo le asiste la razón al canciller, cuando al asumir el cargo reconoció que no tenía conocimiento de la Cancillería ni experiencia diplomática, que venía a aprender. Lamentablemente el aprendiz no ha aprendido y toda parece indicar que en este gobierno no hay quien le enseñe.
Senador de la República