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México y Venezuela tenemos, en nuestra historia, hechos y circunstancias que nos hermanan más allá de compartir el mismo origen latinoamericano. Ambos países hemos luchado durante décadas para construir instituciones democráticas funcionales; los dos países hemos abierto nuestros brazos a otros hermanos latinoamericanos, perseguidos por la intolerancia de las dictaduras que asolaron a muchos de los países de la región. Ambos también, hemos vivido la bendición maldita del petróleo, escriturado a nuestros dos países por el diablo, como diría López Velarde.
Es esa historia común en la que se cruzan la aspiración democrática, la solidaridad regional y los problemas de política pública que genera “la maldición de los recursos naturales”, es la que hacía extrañar en la política exterior mexicana una respuesta más fuerte a las omisiones, abusos y —llamémosle por su nombre— locuras que el ya muy largo régimen de Chávez-Maduro ha impuesto al sufrido pueblo venezolano.
Puedo hablar por experiencia propia de la situación que vive Venezuela, pues el año pasado visité varias veces Caracas para entrevistarme con los líderes de la Mesa Unidad Democrática (MUD) de Venezuela, opositores al chavismo-madurismo.
Hace ya un año, la situación del abasto de artículos básicos —alimentos, artículos de higiene personal, medicinas de todo tipo—, era del nivel de una emergencia humanitaria que exigía de los demás países de la región una respuesta enérgica a las políticas de Maduro, que han conseguido efectivamente destruir el mercado interno, ahuyentar la inversión nacional e internacional y ahogar a los venezolanos en la desesperación.
Por si esto no fuera suficiente, Venezuela se ha convertido en uno de los países más peligrosos y violentos del mundo, y su capital Caracas, ciudad que fue lumbrera del cosmopolitismo latinoamericano, vive bajo un toque de queda de hecho, bajo el que nadie sale a la calle después de las siete de la tarde.
Todo esto por sí mismo es causa de indignación universal, sin tomar en cuenta el deterioro grave que ha sufrido la democracia venezolana, con instituciones compradas y capturadas por un gobierno que ha seguido a pie juntillas la partitura de las más venales, corruptas y sátrapas dictaduras. El injusto encarcelamiento de Leopoldo López y de muchos otros presos políticos, bajo duras condiciones de vida, exigían por sí mismos una respuesta contundente de la comunidad de países latinoamericanos.
Pero como todas las sinfonías, aún las más largas como la tercera de Mahler, tienen que acabar, y parece que el gobierno de Maduro ya dio un paso que señala el inicio al menos de su último movimiento.
El pasado 30 de marzo, la Sala Constitucional del Supremo Tribunal de Justicia de Venezuela, controlado por el gobierno de Maduro, informó que asumía por completo las competencias de la Asamblea Nacional, dominada por una mayoría opositora, cancelando de paso el fuero de los legisladores. Ante una fuerte reacción internacional de condena, el gobierno de Maduro se mostró, además de autoritario, de una clara debilidad, al revertir la decisión del Tribunal apenas dos días después.
La Organización de Estados Americanos (OEA) convocó una sesión urgente de su Consejo Permanente para tratar el caso de Venezuela. Ayer, el presidente del Consejo, el boliviano Diego Pary Rodríguez —cuyo gobierno es afín a Maduro—, canceló sin motivo la sesión, lo cual ha sido respondido de forma enérgica por el embajador de México ante la OEA, Luis Alfonso de Alba, y por el canciller Luis Videgaray, en un llamado urgente —dada la gravedad del caso— para que se celebre la reunión convocada bajo la normatividad de la organización.
La historia que compartimos México y Venezuela exige que acompañemos a los demócratas venezolanos con acciones que, dentro de los canales diplomáticos, no dejen duda de dónde está México en cuanto a la crisis que vive Venezuela: México está con el fortalecimiento de las instituciones democráticas, con la libertad para los presos políticos y con el fin del sufrimiento del pueblo venezolano.
Especialista en comunicación, campañas políticas y opinión pública