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Veintisiete años de una osadía tan imprevista como valiente, tan incauta como esperanzadora. Veintisiete años de afanes democráticos y justicieros, de una lucha impulsora de una transición que hoy marcha en reversa por causa del retorno del priísmo a la Presidencia de la República. Veintisiete años de aciertos y desaciertos, de encuentros y desencuentros, de heroísmo y desfiguros, de éxitos y fracasos, de un largo y a fin de cuentas venturoso claroscuro. Con todos sus defectos y limitaciones, el Partido de la Revolución Democrática ha contribuido a construir el andamiaje de una transición a la democracia inconclusa pero real, esa que hoy el PRI-gobierno quiere revertir. Sin el PRD no se explican ni la alternancia ni las instituciones de nuestra precaria democracia ni las libertades que empezamos a disfrutar. Éxitos y fracasos siempre contra la corriente, nunca con el viento a favor. Veintisiete años, en síntesis, de trayectoria sinuosa y contradictoria, mezcla de ideales y de pragmatismo. Eso es el perredismo. La suma de lo bueno y lo malo, el compendio de un sueño de veintisiete años del que ha despertado a golpes de realidad.
El PRD es producto de múltiples maternidades. Varias izquierdas que convergen y divergen en una unidad cotidianamente amenazada por la ruptura, un todo que tiene que contrarrestar una y otra vez sus fuerzas centrífugas. El PRD ha aprendido a vivir en el filo de la reyerta. Eso es bueno y es malo: es bueno porque ha desarrollado una notable destreza en la negociación interna, en el arte de resolver en el último minuto las disputas más ríspidas; es malo porque lo ha hecho perder la capacidad de rechazo a la sobredosis de conflicto que a menudo ingiere. Por eso a este partido hay que abrazarlo para que no se rompa; hay que abrazarlo constantemente, con la fuerza de la convicción y del compromiso, con la pasión del amor esquivo. Es el abrazo de cuatro millones y medio de militantes lo que lo ha mantenido vivo contra viento y marea. Sí, antagonismos y yerros han provocado pérdidas de importantes líderes, pero la estructura nacional se mantiene.
Yo concibo al PRD como el partido de la cuarta socialdemocracia que propongo en mi libro del mismo nombre. Eso se resume, en términos prioritarios, en la lucha contra la desigualdad y la corrupción. Sí, este combate también debe darse al interior del perredismo, porque una parte del partido se ha corrompido. Pero su historia y su militancia lo hace redimible —a diferencia del PRI, que busca la restauración del viejo régimen autoritario cuyo combustible es la corrupción y que tanto daño le está haciendo a los mexicanos. Por cierto, la sociedad no está de mal humor por una suma de exabruptos temperamentales o una convergencia de antojos masoquistas: hay un mal ánimo social porque hay un mal gobierno. Hay enojo entre los ciudadanos porque la economía nacional está casi estancada y las economías familiares no mejoran, porque hay dos millones más de pobres, porque el establishment se niega a aumentar el salario mínimo, porque la violencia y la inseguridad no disminuyen, porque la corrupción ha alcanzado niveles históricos y una bancada priísta con su protuberancia verde quiere hacer leyes anticorrupción desdentadas para proteger los intereses corruptos de sus gobernantes, porque se intenta controlar a quienes debieran ser contrapesos del Ejecutivo, porque se acallan voces críticas en los medios. Por eso está enojada la sociedad, presidente.
Entre pleito y pleito, en estos veintisiete años el PRD se las ha ingeniado para hacer a México un poco más democrático y más justo. Sin el PRD no existirían las normas e instituciones electorales que nos permitieron avanzar en la democratización, ni pensión a adultos mayores, ni becas-salario, ni médico en tu casa, ni muchos otros programas sociales que se han originado en gobiernos perredistas. Y lo más importante, sin el PRD no habría una izquierda progresista e institucionalmente democrática, esa sin la cual la estructura sociopolítica mexicana se desequilibraría irremediablemente.
Presidente nacional del PRD.
@abasave