La historia es una gran escapista: se fuga de todas las celdas conceptuales en que el monismo la encierra. No pudo confinarla al espíritu o a la materia ni a un plan preconcebido ni a la suma de las biografías de los héroes ni al reto de la naturaleza ni a los ciclos de civilizaciones; no se dejó maniatar por ninguno de los deterministas, de Protágoras a Comte y Spencer, pasando por Condorcet, Hegel, Marx y tantos más, y menos aún por Carlyle o Toynbee o Spengler. Y es que son muchas las manos que trazan el devenir histórico, humanas o divinas o circunstanciales. Y sí, hay móviles religiosos y disputas de dominio territorial y voluntad de poder y lucha de clases; lo que no hay es una variable que por sí sola pueda explicar la historia. Hay individuos y sociedades, condiciones y normas, y todo eso define el rumbo de la humanidad.

¿Qué influye más en el renacimiento de un país, las nuevas leyes e instituciones o el voluntarismo de los liderazgos? Tengo para mí que las dos cosas. Las revoluciones de caudillos que cifran la transformación en sí mismos y no en el rediseño radical del entramado de reglas escritas y no escritas provocan gatopardismo, pero los mejores diseños legales e institucionales se quedan en el éter sin la fuerza de líderes conscientes de su coyuntura y sus desafíos, capaces de ver más allá de una voluntad personal en aras del bien general. No son los grandes hombres, son las generaciones que asumen su responsabilidad histórica. ¿Y qué produce ese compromiso moral, ese sentido de trascendencia? No lo sé. Acaso el dolor propio o la apropiación del dolor ajeno. Unas veces el coraje, otras la compasión, siempre el amor en su más diáfana expresión: la generosidad.

México está al final del desaliento y ante el umbral de la esperanza. Pareciera que un designio ignoto lo ha devuelto a la antesala de la transición democrática para darle una nueva oportunidad de redención, para darnos a los mexicanos la posibilidad de hacerlo bien esta vez. Las manecillas del reloj han retrocedido y las campanadas nos llaman a reunirnos para emprender otro camino. ¿A quiénes? A los que tenemos piedad por los otros, por nosotros mismos. Nos llegó la hora de la verdad, el momento de dejar atrás el engaño, de superar el egoísmo y la mezquindad. No más conformismos, no más pequeñeces. Ayer tuvimos la democracia cabal frente a nosotros y la dejamos ir y hoy nos vuelve a atenazar el autoritarismo. Ese pasado fallido nos debe enseñar que regatear el cambio es evadir la realidad e ignorar el signo de los tiempos.

El canto generacional debe ser el realismo. El abismo no está enfrente, está adentro; el abismo somos nosotros. Ser realistas es saber que la corrupción nos hunde, que lo que percibimos como normalidad es excepción y que la excepcionalidad exige un comportamiento distinto. No podemos actuar como si la luenga emergencia no existiera. Quienes queremos sublimar a México no debemos seguir en el juego de suma cero, en la lógica cortoplacista de mi ganancia o la tuya. La dinámica de los egos que se arrebatan la vanguardia a codazos anula la marcha. Lo que arde en la hoguera de las vanidades es la fe en el futuro, porque avanzamos juntos o no avanzamos. En tiempos ordinarios se calcula con qué se va a quedar cada quién; en tiempos extraordinarios se entiende qué le toca ceder a cada cual. He aquí lo que la oposición mexicana no ha entendido: que la disyuntiva es la suma de fuerzas por el México completo o la división por el México en pedazos. Y que el triunfo democrático o la involución autoritaria nos va a arrastrar a todos.

Nos metieron reversa porque no fuimos generosos y dejamos que la sociedad creyera que clientela es destino. No tuvimos un Suárez o un Mandela, como hoy no tenemos un Sanders ni un Macron. Seguimos confundiendo torpe e ingenuamente generosidad con torpeza e ingenuidad porque no hemos comprendido bien lo que es una nación, ese plebiscito cotidiano para vivir juntos. Es, a fin de cuentas, un dilema de identidad nacional, la misión inconclusa de la mexicanidad. Es la historia que no podemos asir en su entreverada complejidad. Nos lo dijo hace muchos años Antonio Caso: “¡Quizás el problema de la patria, como todas las cuestiones que no se acierta a resolver, sea solamente un sutil, un arcano problema de amor!”.

Diputado federal del PRD.
@abasave

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