En un nivel elemental de comportamiento, la mayoría de las personas actúa racionalmente la mayor parte del tiempo. Sin adentrarnos en las honduras de la psiqué humana, en el plano de nuestra conducta animal, somos pavlovianos: funcionamos a golpes de premios y castigos. Por eso, en las sociedades donde violar la ley implica pagar un costo mayor al beneficio que obtiene al hacerlo, solo una minoría la transgrede. He aquí el problema de México: debido a que entre norma y realidad media un abismo que hace más fácil y conveniente ser corrupto que ser honesto, la corrupción es rampante. Ese vicio se origina arriba y debe empezar a corregirse desde arriba. Son las élites las que diseñan, operan el sistema y lucran con él, y es la base social la que se defiende, imita y consigue prebendas marginales.

Ahora bien, más allá del esteticismo legislativo mexicano que nos lleva a elaborar leyes idílicas pero muy difíciles de aplicar y cumplir, las normas y los procedimientos penales deben ser rigurosos. Puesto que es preferible que un culpable esté libre a que un inocente esté en la cárcel, las pruebas han de ser inequívocas y contundentes y tiene que existir el debido proceso. Santo y bueno. ¿Pero qué pasa cuando el poderoso usa sus recursos y los laberintos legales para que sus fechorías queden impunes? Si en este sentido el rigor judicial es inversamente proporcional a la probabilidad de atrapar peces gordos, ¿cómo se puede sancionar a quienes ejercen la deshonestidad con estricto apego a derecho? En algunos países, cuando eso sucede y la opinión pública se indigna, se crean tribunales ad hoc con menores exigencias procedimentales que pueden hacer recomendaciones a los tribunales ordinarios y que en el curso de sus indagatorias exhiben las corruptelas de políticos y empresarios. En otros, los medios las investigan y publican y la sociedad repudia a los “corruptos legales”. Pero en México esos mecanismos supletorios para castigar a quienes al amparo del poder o del dinero se salen con la suya son inexistentes o limitados, y buena parte de la ciudadanía aún admira al transa que avanza.

Ahí donde pagan costos bajos o nulos y reciben altos beneficios, los corruptores y los corrompidos proliferan. Es, tristemente, el caso mexicano. Por cierto, la impunidad no es un fenómeno distinto: es parte esencial de la corrupción. Si las corruptelas fueran sancionadas más que corruptos habría delincuentes, como en cualquier parte del planeta. Lo que distingue a nuestro país de aquellos con un Estado de Derecho sólido no es la pillería sino su sistematicidad. Y ese pillaje comienza entre los poderosos y por el efecto imitación permea toda la pirámide social. De ahí el imperativo de que la ley haga pagar al político y al líder sindical y al empresario que saquean el erario público y, si eso no ocurre, de que haya al menos otro castigo, el de la indignación social que se traduzca en el desprestigio y el repudio del intocable. En la medida en que ninguno de esos dos escarmientos se da, cunde el cinismo y la sociedad se corrompe.

A los abogados que se escandalicen por lo que digo les recomiendo leer el discurso que Alexander Solyenitzin pronunció en la Universidad de Harvard el 8 de junio de 1978. En una aguda crítica a Occidente y su fijación con la letra y no el espíritu de la ley, este hombre a quien le quedó chico el mundo dijo: “He pasado toda mi vida bajo un régimen comunista y les diré que una sociedad carente de un marco legal objetivo es algo terrible, en efecto. Pero una sociedad sin otra escala que la legal tampoco es completamente digna del hombre. Una sociedad basada sobre los códigos de la ley, y que nunca llega a algo más elevado, pierde la oportunidad de aprovechar plenamente lo mejor de las posibilidades humanas…”. Cuando la ley se vuelve un subterfugio para evadir la justicia, cuando la legalidad resulta injusta, los pueblos se echan a perder o se sublevan. Cuidado. Con el régimen que hoy padece, México ronda ese escenario.

A este gobierno, que se escuda en que la ley no ha probado su corrupción, hay que recordarle que no se puede tapar el sol con un dedo. De hecho, los mexicanos no tenemos que ir muy lejos para encontrar las palabras pertinentes, que en su momento pronunció Luis Cabrera: los acusamos de ladrones, no de pendejos, aunque en otro contexto sean ambas cosas.

Diputado federal del PRD.
@ abasave

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