Donald Trump es un hombre de mente llana y alma cavernosa. Su razonamiento es asaz pedestre, binario para ser preciso: ganancias o pérdidas, éxitos o fracasos, amigos o enemigos, buenos o malos. Se trata de un empresario que practica el juego de suma cero y parece incapaz de procesar variables múltiples. Tengo para mí que esta es la principal razón por la que, ahora que es presidente, rechaza las negociaciones y los acuerdos multilaterales y privilegia la bilateralidad. Se hizo rico gracias a un agudo olfato para los negocios, al que suma una habilidad extraordinaria para hacer trampas impunemente, y se encumbró amedrentando y pisoteando rivales. Sus armas son la proyección de un comportamiento impredecible y la provocación de pugnas entre sus colaboradores y caos en su entorno, a fin de resolverlos a su conveniencia. En buen mexicano, es un gandaya; en inglés, un bully.

La complejidad de Trump habita en su psiqué. Es narcisista e inmaduro, mitómano e impulsivo. Posee un ánimo de dominación del tamaño de su inseguridad y concibe la victoria como avasallamiento. Simultáneamente gregario y antisocial, tiene sed de aprobación pero rezuma repugnancia. Explota con la misma facilidad con que miente y cambia de opinión. Se debate entre la obcecación y la volubilidad porque su leitmotiv es imponer su voluntad, la cual cambia con frecuencia. No sé por qué persiste la discusión sobre la existencia o inexistencia de método en su ejercicio del poder; es evidente que en sus exabruptos e insensateces subyace un patrón conductual que tuerce la racionalidad de modo tal que su temperamento mercurial se vuelva rentable.

Políticamente, el peligro que Donald Trump representa no es ideológico: es ético. Es un líder carente de ideología y de moralidad. No es un neoconservador ni un neoliberal; no tiene inconveniente en abrazar sucesivamente posturas pro-choice y pro-life o en lucrar con la globalización y luego impulsar el proteccionismo. Está dispuesto a decir y hacer casi cualquier cosa que lo vuelva popular y poderoso, sin soslayar nunca el ulterior objetivo de incrementar su fortuna. Su nacionalismo tampoco es doctrinario, es una extrapolación de su megalomanía. Entiende la vida como una competencia perpetua, una cadena de confrontaciones marcadas por cualquier marrullería y cualquier falacia que le permitan ganar en todas sus contiendas, desde la más banal hasta la más ambiciosa. No debe pues sorprendernos que, aun con la investidura de presidente de los Estados Unidos, se pelee en Twitter con el actor que lo sucedió en la conducción de un reality show argumentando que sus ratings eran más altos, o que dedique mucho tiempo a una disputa con los medios esgrimiendo la “posverdad” de que hubo más gente en su toma de posesión que en la de Obama, y que entre una y otra nimiedad se alíe con Rusia y amague a China. Así es su extraño pero consistente jingoísmo pueril.

La doctrina Trump podría resumirse en un America First means Only America. Hay en ella un fondo esquizofrénico: afanes imperialistas en medio de un acendrado aislacionismo. Parece misión imposible lograr que el mundo se subordine a sus designios en tanto insista en replegarse, en combatir el libre comercio y minimizar la participación de su país en el orden internacional. Pero hay una lógica en esa contradicción. Es la del empresario que quiere ser estadista sin más mentalidad que la del debe y el haber, la del análisis costo-beneficio que solo toma en cuenta factores económicos, que le dice que el liderazgo mundial le cuesta demasiado dinero a la Tesorería estadounidense porque le paga mucho a la OTAN o porque tiene un déficit en la balanza comercial con México. Ni hablar. La geopolítica es mucho más sofisticada y compleja que los negocios, y gobernar la gran superpotencia del planeta es infinitamente más difícil que dirigir una multinacional.

Con ese personaje tendrá que lidiar la humanidad en estos próximos años. Cierto, su explosividad puede hacerlo caer antes de que termine su periodo, pero no necesita mucho tiempo para provocar daños irreparables. Y mientras los académicos de Estados Unidos dilucidan si será capaz de trocar su democracia en autocracia o si el sistema de checks and balances logrará meterlo en cintura, los gobernantes inteligentes de otras naciones se preparan para encararlo con firmeza, conscientes de que perderán más si lo consienten que si lo enfrentan.

Diputado federal del PRD

@abasave

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