Felicidades a Fernando del Paso,
el último de los mohicanos

Vicente Fox pudo convertir la elección presidencial del año 2000 en un plebiscito porque la mayoría de los mexicanos tenía claro que el PRI era el eje de la corrupción. En ese contexto, llamar a sacar a ese partido de Los Pinos era unificar la exasperación, aglutinar el hastío en el voto útil para derrotar al enemigo común. Ahora, sin embargo, las cosas son diferentes. La generación de los Millennials no tiene conciencia del antiguo régimen y para millones de jóvenes todos los partidos son igualmente corruptos. La energía social que Fox encauzó contra el aparato priísta hoy la atraen los independientes para oponerse a la partidocracia. En la actual percepción del establishment no hay mayor diferencia entre el PRI, el PAN, el PRD y los demás institutos políticos. Ni siquiera Morena, que más o menos a la usanza de Syriza o Podemos juega contra el sistema dentro del sistema, se salva de la descalificación.

Con todo, no es cierto que todos los partidos sean iguales. En mayor o menor medida cada uno de ellos se ha corrompido, ciertamente, pero el priísmo posee el copyright del arte de corromper como única argamasa para pegar el entramado sociopolítico. Es más, este PRI-gobierno es peor que su predecesor: más voraz y con menos sentido de Estado. No es casualidad que el presidente Peña Nieto haya declarado que la corrupción es cultural; el mensaje que nos mandó fue algo así como “acostúmbrense, lo que hacemos es normal y le vamos a seguir”. El PRI no inventó las corruptelas, que en México vienen de lejos y permean a la sociedad entera, pero sí las sistematizó. Trocó la corrupción en control clientelar, en fórmula de cooptación y en incentivo escalafonario. Y este gobierno, que trae en su ADN ese instinto corruptor recargado, lo está volcando en su proyecto de restauración autoritaria.

En estos tres años la cúpula priísta en el poder lo había disimulado hábilmente. Pero la realidad es muy terca y el Sistema Nacional Anticorrupción —que aprobó con la estratagema de frenarlo en las leyes secundarias, como hizo con otras reformas constitucionales— le está arrancando la careta. Acorralados por el frente legislativo que conformamos perredistas y panistas junto con organizaciones de la sociedad civil, los senadores del PRI están intentando socavar la Ley 3de3 y achatar las demás. Quieren, además, un fiscal anticorrupción a modo, alguien a quien puedan manejar y que no tenga la independencia necesaria para investigar las fechorías de este gobierno. Bajo la batuta de Los Pinos, los legisladores priístas se atrincheran y ya sin pudor defienden la impunidad de sus gobernantes. Más que evitar el mal ejemplo de Brasil, quieren impedir que cunda aquí el buen ejemplo de Guatemala.

Fuera máscaras, pues. Que los mexicanos antisistema vean dónde está la mayor resistencia al cambio. Que se den cuenta de que son el PRI y su cómplice Verde los que se oponen con uñas y dientes a que exista más transparencia y más rendición de cuentas, a que se castigue la política corrupta, por la sencilla razón de que no pueden funcionar sin ella. No voy a decir que mi partido sea impoluto —obviamente no lo es— pero sí que es redimible. El priísmo no tiene remedio, porque su hegemonía no puede reconstruirse de otra manera. Y si México ha da renacer y contrarrestar la corrupción tendremos que derrotar al PRI, imposibilitar que con el veintitantos por ciento de los votos ese partido se perpetúe en el poder merced a la fragmentación del electorado. Sólo así podremos lograr una ruptura pactada, un nuevo régimen con una nueva Constitución cercana a la realidad que acabe con la corruptela nuestra de cada día y deje atrás el país de reglas no escritas que tenemos.

En efecto, no se ha inventado una democracia que funcione sin partidos políticos. Pero cualquier democracia se pervierte bajo la férula de un partido como el PRI, a cuya vocación autoritaria la corrupción es, simple y llanamente, consustancial.

Presidente nacional del PRD
@abasave

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