A la geometría política la arrastró el derrumbe del socialismo real. Y es que no había manera de resistir el viraje que llevó a las autoridades del flamante globo aldeano a cercenar la mitad del espectro ideológico para quedarse sólo con el tramo que va del centro a la derecha. Hoy algunos juzgan políticamente incorrecto decir que alguien o algo son de izquierda o de derecha. Quien porfía en emplear los términos sin comillas corre el riesgo de ser acusado de falta de rigor conceptual. Por obvias razones —fueron sus adversarios los que inventaron la terminología, y no para enaltecerlos— la acusación suele provenir de aquellos que fueron o son calificados de derechistas. Y algo de razón les asiste, porque ha crecido en torno a esas dos palabras un rastrojo semántico que obliga a precisar su significado.

Lo primero que hay que aclarar es que, en este caso, origen fue destino. La precursora fue la Revolución Francesa, y quienes se sentaban a uno u otro lado de la Asamblea no representaban cualquier cambio o conservación sino deseos de menor o mayor desigualdad. Se trata de las viejas prioridades de justicia social y libertad individual. Ahora bien, aunque el tiempo ha matizado las cosas y ha acercado las posiciones de las partes —ambas proclaman la necesidad de construir y conservar sociedades justas y libres, y en términos discursivos nadie se atreve a menospreciar ninguno de los adjetivos—, las diferencias siguen existiendo: cuando hay que escoger, la izquierda favorece la equidad a costa de la individualidad y la derecha privilegia la individualidad por encima de la equidad.

Yo sostengo que en el México actual la versión más acabada del derechismo es el PRI, no el PAN. Los recientes gobiernos priístas han representado una derecha disfrazada de pragmatismo, que defiende a rajatabla los dogmas del modelo neoliberal imperante. El PRI es el principal representante de la connivencia entre el gran capital y la representación política. Antes sus tecnócratas se cebaban en el proyecto de nuestra izquierda, ahora soslayan la exacerbación de las desigualdades que provoca su ortodoxia económica. ¿Cuántos recursos del erario público ha dedicado a socializar pérdidas, privatizando y reprivatizando ganancias a guisa de negocio compartido? En lo que va de este sexenio ha producido dos millones de pobres, una economía estancada, el fiasco de la privatización energética y un peso cada vez más devaluado. El priísmo se ha vuelto, en suma, el campeón del individualismo fallido y de la desigualdad rampante.

La élite empresarial mexicana sabe que el (des)orden priísta le afecta y aun así, sorprendentemente, le otorga su aquiescencia. Su severa e implacable crítica a los vicios de la izquierda se torna laxa y complaciente con los del PRI. Parece privar una visión cortoplacista; los empresarios perderían mucho más si la miopía los llevara a contribuir al declive perredista e hiciera que muchos mexicanos que padecen exclusión social se sintieran además políticamente excluidos y optaran por la radicalización. Los excesos de la derechización del mundo han provocado ya una resaca que está obligando a enmendar el rumbo a los capitalistas más perspicaces. ¿Han hecho aquí cálculos del riesgo de que el enojo y la desesperación social metan al país en una espiral populista o violenta o dictatorial? Los peligros de la crisis socioeconómica que sufrimos deberían detener la sinrazón que lleva a hacer leña del árbol caído.

Si las cosas siguen mal —y desgraciadamente todo apunta a que así sea— por una u otra vía el izquierdismo va a llegar al poder en México. ¿Qué izquierda prefiere el empresariado mexicano? Si la quiere democrática y contemporánea, haría bien en trocar su disgusto en rechazo al derechismo priísta. Mejor aún, debería apostar por el renacimiento del PRD y pagar el precio de un país más justo, porque sólo así tendríamos estabilidad política y paz social.

Candidato a diputado federal por el PRD.

@abasave

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