En mi artículo anterior en este espacio concluí que la fragmentación del voto nos obliga a abandonar el presidencialismo. Hoy quiero argumentar que, aunque la gente no lo considere prioritario y sólo un puñado de politólogos discuta el tema, adoptar el parlamentarismo es un imperativo de gobernabilidad. Es tan evidente que el régimen presidencial se ha vuelto disfuncional que se ha creado un consenso en torno a la necesidad de corregirlo; el problema es que la mayoría de los políticos quieren hacerlo sin modificar su esencia, sólo una pequeña minoría preconiza una parlamentarización parcial y ninguno se ha pronunciado por un régimen parlamentario.

Es natural que el grueso de la sociedad se preocupe de las cosas que le atañen directamente, como la inseguridad y el desempleo. El discurso que pide conciliar pluralidad social y eficacia política, o representatividad y mayorías legislativas estables, suena etéreo y no parece tener ningún impacto en su vida. Para eso, para impulsar cambios indispensables que no suscitan el entusiasmo popular, sirven los estadistas que tanta falta nos hacen, los que sacrifican la ganancia cortoplacista en aras de un mayor bienestar futuro. Los mexicanos tuvimos algunos de esos entre los constituyentes de 1824, que establecieron la República semiliberal, los de 1857, que separaron el Estado de la iglesia, y los de 1917, que priorizaron una agenda social. Ninguna de esas Constituciones fue producto de un clamor popular. Ni siquiera la de la Revolución lo fue; las mayorías exigían mejores condiciones de vida, no un nuevo orden jurídico. Hubo liderazgos que, bien o mal, leyeron la coyuntura, discernieron reglas escritas y no escritas y construyeron consensos en la sociedad. Cometieron errores, mantuvieron deficiencias, pero no le tuvieron miedo al cambio.

No, no comparo épocas disímbolas ni insinúo que nuestra nueva ciudadanía informada y demandante necesite que una élite de políticos decida por ella. Me santiguo al enunciarlo. Lo que sostengo es que hay cuestiones que tienen menos que ver con el ‘qué’ que con el ‘cómo’, y que para atenderlas deben servir los líderes y los especialistas. Nadie le ha explicado a los mexicanos que con nuestro actual sistema político cuesta mucho trabajo hacer leyes coherentes para resolver los grandes problemas nacionales, ni les ha dicho que a México le urge un nuevo acuerdo en lo fundamental que ya no sea producto de un triunfo militar sino de un consenso nacional, uno sustentado en el sistema parlamentario. Hoy se proponen la segunda vuelta para dar respaldo mayoritario al Presidente, la revocación del mandato para complacer a la izquierda, reediciones de pactos y algunas otros mecanismos para parchar el sistema presidencial, pero no se discute el parlamentarismo, que no requiere balotaje porque tiene gobiernos atados a las mayorías en el Legislativo, ni refrendos de permanencia porque cuenta con el voto de censura, ni negociaciones sui generis en un Congreso dividido porque obliga a los partidos sin mayoría absoluta a coaligarse para gobernar. Es decir, se le quiere poner a un gato hocico, orejas y cola de perro con la esperanza de que ladre, y el hecho es que ese gato disfrazado va a seguir maullando. Prevalece un fetichismo presidencialista montado en el atavismo autoritario.
El misoneísmo es mal consejero. La reforma para el gobierno de coalición, ese Estado transformer que se acaba de legislar, es prueba de la disfuncionalidad del presidencialismo y la obsesión por mantenerlo vivo. El mejor régimen para un país pluripartidista como el nuestro es el parlamentario; los mexicanos deberíamos hacer una nueva Constitución para sustituir el galimatías en que hemos convertido a la actual y dotarnos de ese instrumento de gobernabilidad democrática. Una norma fundamental conectada con la realidad, concisa y aplicable, permitiría además desincentivar la corrupción y ciudadanizar la política.

Candidato externo a diputado federal por el PRD.

@abasave

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