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Escribo estas líneas el domingo a mediodía, después de haber votado. Sin conocer los resultados de la jornada electoral, me asalta una preocupación: ¿Qué pasará en los tres meses y en los tres años por venir? En junio, julio y agosto habrá conflictos poselectorales de mayor o menor intensidad que, aunados a las movilizaciones de los maestros, auguran un verano caliente. Y entre 2015 y 2018 se librarán encarnizadas batallas políticas por la sucesión presidencial. Se me dirá que son gajes de la democracia, que lo mismo ocurre en los países democráticos más avanzados. Es verdad. El problema es que en el nuestro van a darse en medio del desprestigio político, del estancamiento económico y de la crispación social.
No soy catastrofista, pero sí pesimista. Van tres razones: 1) el desencanto democrático de la sociedad se ha exacerbado por el fracaso de las reformas del presidente Peña Nieto; 2) el descrédito de la institucionalidad es hoy mayor por culpa de un gobierno socavado por escándalos de corrupción y empecinado en restaurar el viejo autoritarismo; 3) el enojo popular ha crecido al ritmo con que decrecen las expectativas de una economía hemipléjica cuya imagen mediática es el dólar a 16 pesos. En suma, lo bueno se ha quedado en promesa, lo malo se ha vuelto realidad. La idea que remolcó al PRI hasta la Presidencia de la República —“son corruptos pero eficaces”— ha sido refutada. La eficacia está en entredicho y la corrupción ha sido corroborada.
Los discursos gubernamentales que anuncian la redención nacional se enfrentan a epidemias de corruptelas, desastres microeconómicos y dramas de violencia que no se dan por enterados. La contradicción provoca disgusto en buena parte de la sociedad. Con todo, he aquí que otro segmento social, nada desdeñable, apoya activa o pasivamente al régimen. Y si bien los inconformes somos más —en su mejor escenario, el PRI y sus satélites no llegarán a la mitad de los votos—, el porcentaje de conformes es suficiente para mantener el statu quo. Peor aún, es difícil que se forme una coalición antipriísta porque entre los enojados hay bastantes que creen que todos los partidos y los políticos son corruptos y que no hay ninguna diferencia entre ellos, lo cual resta fuerza al proyecto de hacer de la de 2018 una elección plebiscitaria como la que llevó a Fox al poder bajo el lema “saquemos al PRI de Los Pinos”. Sin duda, los más contentos con el nuevo mantra —“todos son iguales”— son los priístas y los verdes.
En semejantes circunstancias la lucha que se avecina es muy riesgosa. Hay quienes piensan que la energía social desatada debe concentrarse en demoler la partidocracia y erigir otro modelo político, pero eso, que en teoría suena muy bien, en la praxis es endemoniadamente azaroso. Los partidos políticos no se crearon por capricho; la democracia realmente existente, los necesita. La inclusión de las candidaturas independientes enriquece nuestro sistema electoral porque hacen las veces de mecanismo correctivo que obliga a las organizaciones partidarias a acercarse a la ciudadanía (ojalá ganen varios de los candidatos ciudadanos para que oxigenen la representatividad), pero no son una solución definitiva. El objetivo debería ser la refundación de los partidos existentes y la creación de otros nuevos (partidos de verdad, no franquicias). ¿Por qué no emulamos el ejemplo de Podemos, de Ciudadanos y de un renovado PSOE en España?
Lo que me preocupa es la posibilidad de que la partidocracia siga encerrándose en su caja fuerte y la obnubilación provocada por la ira social lleve a los mexicanos a confundir buenos y malos y a despreciar la paz y el orden por equipararlos al establishment. Mi desasosiego emana de imaginar un peligro: el de una sociedad política insensible y una sociedad civil antisistémica, separadas por un abismo que se traga el cambio y mantiene en pie al régimen restaurador. En fin. Confío en que no será así, en que habrá piedad por México.
Candidato externo a diputado federal por el PRD.
@abasave