Primera Parte: El agravio. Conocí a Octavio Paz, rectifico: tuve la oportunidad de saludar su mano extremadamente flácida, como de tamalito a medio coser, tamalito de pocos amigos, verde o rojo o de rajas, muy desconfiado (él, no yo, que estaba, muy nervioso y brutalmente provinciano), una tarde de verano de 1972, cuando su regreso triunfal de Harvard y de su premio literario de Frankfurt y el curso en el Colegio Nacional sobre la Tradición y la Modernidad marcaron su retorno al edén subvertido, años después de las noticias de su indignación por la masacre de Tlatelolco de 1968 (Ladera Este: su gran poema Nocturno de San Ildefonso), que le llevaron a renunciar a la embajada de México en la India y a incrementar la emoción que el gran poeta de Mixcoac había suscitado en mí y en mi generación desde la lectura primeriza de El arco y la lira, tal vez su libro de divulgación más trascendente.

—Bien portadito, a mis 22 años, tres después de la publicación de mi primer libro de poesía, haciendo fila, en un salón contiguo al auditorio donde Paz acababa de disertar en el Colegio Nacional (al fondo de la escena estaban, como composición de época: Carlos Fuentes y Silvia Lemus, muy guapos, impecables, vestidos de lino blanco; Juan García Ponce, en su silla de ruedas, Tomás Segovia, Salvador Elizondo y algunos otros.

En medio de esa abrumadora escenografía, con voz un poco trémula, le dije a Paz: Maestro, soy fulano de tal, poeta, grabé su conferencia para difundirla en Radio Universidad de San Luis Potosí, donde un grupo de poetas jóvenes tenemos un programa llamado Evocaciones Literarias.

—¡No se atreva a hacer eso, jovencito, porque si usted reproduce mi conferencia se las va a ver con mis abogados!, me advirtió, violento, el gran poeta de Libertad bajo palabra (1949.)

Uff.

Minutos después, con mis compañeros poetas venidos del terruño, nos refugiamos, atónitos alguna cantinucha del Centro Histórico, creo de República de El Salvador, para tratar de aliviar el momento: tortas de queso de puerco y cubitas de Viejo Vergel, y juramento de jamás volver a buscar a las insoportables divas del Olimpo.

Ese mismo año (1972), en Maltiempo, Jaime Sabines escribió: “Hay dos clases de poetas modernos: aquellos, sutiles y profundos, que adivinan la esencia de las cosas y escriben: ‘Lucero, luzcero, luz Eros, la garganta de la luz pare colores cóleros’, etcétera, y aquellos que se tropiezan con una piedra y dicen ‘pinche piedra’. Los primeros son los más afortunados. Siempre encuentran un crítico inteligente que escribe un tratado ‘Sobre las relaciones ocultas entre el objeto y la palabra y las posibilidades existenciales de la metáfora no formulada’. —De ellos es el Olimpo que en estos días se llama simplemente el Club de la Fama”.

Siete años después, mi segundo libro, Liturgia del Gallo en Tres Pies, prologado por Monsiváis, me ubicaría del lado de las pinches piedras y por tanto, a una considerable distancia de los Luceros, luzcero, luz Eros, pacianos un poco artificiosos y dominantes.



Poeta e historiador. Director Ejecutivo de Diplomacia Cultural en la Secretaría de Relaciones Exteriores

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