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La perspectiva de transformación del presidente Andrés Manuel López Obrador motiva a pensar en el mayor acento de las regiones, particularmente las de más rezago en inversión económica, y que se trata de un mejor momento para las universidades estatales en condiciones de nuevos márgenes de desarrollo y corresponsabilidad.
En los distintos debates que varios rectores de Universidades Públicas Estatales hemos dado en los últimos años con autoridades del sector educativo y legisladores de los diferentes partidos políticos, resalta la exigencia de un trato igualitario para nuestras instituciones, tanto en términos presupuestales como de respaldo institucional.
El planteamiento es que en este país no pueden existir universitarios de primera ni de segunda, y ello pone en cuestión la asignación del presupuesto que en los últimos años ha tenido una orientación de estratificación y apertura de brechas, entre quienes reciben recursos altos y quienes están muy por debajo de la media nacional.
Las universidades con menor presupuesto cargan, además, con el estigma mediático y político de perspectivas centralistas, de que están así por sus propias administraciones y sus formas de organización, “que son corruptas y que es mejor crear nuevas instituciones”.
Es el caso de las universidades centenarias que resienten una descapitalización progresiva por el costo de sus jubilaciones, el crecimiento de sus plantillas no reconocidas y la erogación de prestaciones contenidas en contratos colectivos de trabajo, tampoco reconocidas.
El conjunto de estas erogaciones se identifica como “desviación de recursos” y prosigue el linchamiento mediático y político a sus autoridades hasta que demuestren lo contrario, mientras se justifica la tendencia de asfixia progresiva.
Habría que analizar a fondo la naturaleza y evolución de esa “desviación de recursos”, ¿qué tanto ha sido resultado de una dinámica propia? ¿qué tanto provocada de manera externa por leyes laborales y financieras desalineadas, pero también por intromisiones externas para atizar contradicciones internas? No podemos hacer a un lado el contexto autoritario y centralista que ha marcado la historia reciente del país y de los estados. En unos más, en otros menos.
La lápida centralista se articula en la discriminación de los talentos locales y regionales, y en la estratificación convertida en políticas presupuestales e institucionales, impuesta bajo una lógica colonial; se induce a pensar que es mejor lo que viene del centro, “para que las instituciones del centro desarrollado suplanten a las instituciones estatales rezagadas”.
Por tanto, la transformación anhelada requiere de una ruptura epistemológica y asumir que en momentos de transformación se deben reconocer los aportes de las instituciones estatales sin la sombra del rumor y del descrédito, ni la estrategia del linchamiento político sacando provecho de conflictos internos donde los actores universitarios se confrontan entre sí.
Si se ha documentado que en las universidades estatales hay casos de corrupción, que se sancionen, pero esto no debe ser obstáculo para reconocer los esfuerzos extraordinarios que en éstas se realizan por brindar lo mejor de sí para cumplir sus funciones sustantivas. Desafortunadamente, a quienes se benefician de la lógica centralista les resulta más barato que revienten las contradicciones internas que atender problemas estructurales.
Las universidades estatales seguramente están recibiendo con esperanza el mensaje de la transformación, que apunta a la reivindicación de todas por igual, donde tampoco se trata de quitarles a unas para darles a otras, sino de buscar el justo medio de la inversión por estudiante.
La apuesta es que todos los universitarios y universitarias del país tengamos el piso parejo, como uno de los componentes de la verdadera transformación. Es momento de tomar distancia del pensamiento colonial y centralista para reivindicar los aportes de las universidades de cada uno de los estados, las cuales han escrito la historia no sólo de las regiones, sino de la República en su conjunto.