Lanza más rápido que el tiempo, provocando fuego y cortando el aire. Los bateadores no ven su piedra y, cuando les cambia la velocidad, el mundo se detiene. Un brazo que vale millones de dólares, pero que no olvida sus raíces veracruzanas. Viajaron 13 horas seguidas, con el único sueño de ver a Víctor González en la lomita.
Prepararon playeras con su nombre y el escudo de la franquicia más ganadora de todo el deporte estadounidense. Todos, como si fueran a la escuela, portan la gorra más vendida en el mundo.
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Cuando el sonido local anuncia que el casaca número 47 de los Yankees de Nueva York sube a la loma del estadio Alfredo Harp Helú, los ojos se inundan de sentimientos en estado líquido. Los varones contienen la emoción, las mujeres ni lo intentan, y los gritos de “¡Vamos Víctor!” alientan al de Tuxpan.
Dos outs, pero —de pronto— algo se complica. La zona de strike se achica y la bola vuela más. De pronto, un histórico de los Yankees (vistiendo la casaca escarlata) le pone números a la pizarra, pero ni así el ánimo disminuye.
Sufren con él, y lo invaden de energía positiva. Saca el último out de la séptima y los gritos lo animan, pese a su molestia. Los grandes lo valoran, las mujeres lo soportan y los menores lo idolatran; se imaginan viviendo y pasando lo que su primo, tío o hermano atraviesa.
Convenció al propio manager de los Bombarderos del Bronx, consiguió todas las entradas y el contingente que siempre lo apoyó, estuvo ahí, viéndolo hacer historia para México y el beisbol nacional. Porque la sangre siempre llama y siempre soporta.