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La matraca la usamos en estadios y en fiestas, como la del 15 de septiembre, pero ¿cuál es el origen de este típico instrumento mexicano?
En un artículo de 1928, el semanario El Universal Ilustrado rastreó el origen de la matraca.
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Su majestad la matraca
José de J. Núñez y Domínguez
5 de abril de 1928
El arte popular tiene en México singulares manifestaciones en la Semana Santa. La religiosidad ancestral convirtió a nuestros pequeños industriales en los más ingeniosos maestros de la filigrana, en artífices exquisitos de la madera preciosa o en orfebres pacientes del codiciado metal.
El menestral de barrio se limitó al arte grotesco del “judas” de cartón y de la “tarasca” chinesca, productos de los que apenas el primero sobrevive en nuestra juguetería vernácula. Y al lado del “judero” y del “mamonero” –este tipo temporal ya también extinto–, el “matraquero” fue ennobleciendo su oficio hasta penetrar en los secretos de Benvenuto.
En estos días santos se siente doquiera el imperio de Su Majestad la Matraca.
Su ríspido croar se difunde por la metrópoli como una reviviscencia del pretérito litúrgico –pedrerías de custodias, oros de dalmáticas, mordoradas ondulaciones de sedeños paños– y como un eco de la algazara profana que se desataba bajo el temblor votivo de las palmas del Domingo de Ramos.
Su canto es el de la matraca, su peán es el que salta de ese instrumento de origen europeo, tan aclimatado a nuestras tierras.
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Porque ése es el origen de nuestro popular juguete, usado en España como aquí por la gente menuda.
Provino de las iglesias de los pueblos de ascendencia oriental, (...) prohibido el uso de las campanas y ya en el remoto siglo VII la matraca sustituía a las esquilas en la Semana de Pasión.
Pero, como sucedió con otros adminículos, la matraca infantil importada de las comarcas ibéricas, perdió su sello europeo para adquirir un matiz criollo característico. Así la florescencia arquitectónica de Churriguera bajo la gubia indígena sufrió una completa transformación. El artesano de México hizo de la matraca original, desprovista de adornos por su misticismo emblemático, no sólo un juguete puerilmente encantador sino un primor de platería o de marfil. El ingenio aborigen, sutilizado por la aportación de la sangre caucásica, dio a la matraca un aspecto que no tenía en un principio.
Este juguete, que sienta sus reales triunfalmente en esta temporada, a pesar de que nuestras ideas de progreso acorralan lo tradicional hasta relegarlo a la mansedumbre de la vida provinciana, fue antaño no sólo instrumento de júbilo para los chicos, sino para los grandes delicado presente de la amistad y del amor.
Una Semana Santa sin matracas hubiera sido en otros tiempos espectáculo inusitado. Los vendedores de matracas o “matraqueros” formaban ineludible parte del abigarrado conjunto de tipos de que se poblada la metrópoli desde el Domingo de Ramos. En una vieja crónica de 1838 encontramos esta referencia al ser descrito el Jueves Santo: “A las diez se toca la Gloria… y después de un cuarto de hora se nota en toda la ciudad un majestuoso silencio, interrumpido tan sólo por el desagradable ruido de las grandes matracas que las gentes del pueblo hacen mover con increíble porfía”. Y García Cubas, en su independencia “Libro de mis recuerdos”, nos habla del ruido de las matracas, de esta guisa: “Al confuso rumor de la multitud mezclábanse los gritos de los vendedores”.
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